Los colegios

Los colegios
En el barrio tenían una fuerte presencia el colegio Loyola, que pese a su nombre relacionado con la Compañía de Jesús era propiedad de los padres Escolapios y el de las madres Ursulinas. Los dos centros de educación estaban dedicados a la formación de los hijos de la pequeña burguesía ovetense y asturiana. Por supuesto uno para los niños y el otro para las niñas ¡No iban a permitir que se juntaran, que podía pasar alguna cosa rara! ¡Un niño y una niña de seis u ocho años juntos! ¡Por Dios! ¡Ni se sabe que podría resultar de tal sindiós! 
Para nosotros las Ursulinas eran como un mundo ignoto, cerrado. Nuestras hermanas aun eran muy pequeñas y además, cuando tuvieron la edad para comenzar sus estudios ya se habían construido las escuelas públicas prefabricadas de San Pedro de Los Arcos, que fue donde se matricularon.
Las prefabricadas eran bastante cutres, pero creo que tuvieron mucha suerte y mayor libertad pudiendo estudiar en un colegio público.
El Loyola
El Loyola, comenzaba teniendo un nombre bastante impropio, Loyola va unido a los jesuitas, ya que Loyola es el lugar de nacimiento de San Ignacio, fundador de la orden, jesuitas fueron quienes levantaron el edificio, pero no lo llegaron a inaugurar, lo traspasaron a los escolapios antes de que se matriculasen los primeros escolares, pero a su llegada al centro, los escolapios respetaron el nombre con el que había sido bautizado. Cambiaron los propietarios, pero no la denominación.
La mayoría de los alumnos del colegio no eran del barrio, venían del centro de la ciudad y había apellidos entre ellos que se correspondían con los de las familias que sonaban  en la vida social de la capital, del barrio estudiábamos allí unos cuantos que disfrutábamos de una beca. Si la familia era “de orden”, los curas concedían algunas becas a los hijos de esas familias. Nosotros estudiamos con beca. La beca en principio se concedía por la familia, pero luego debías ganártela con las notas y el comportamiento, si te salías lo más mínimo del camino trazado, la amenaza de la pérdida de la beca pendía sobre tu cabeza como una espada de Damocles y los curas no te facilitaban nada la conservación de la beca. En primer lugar se encargaban de que siempre tuvieras en cuenta que estabas allí “por caridad”. Por otra parte, en casa, la presión para que te portaras bien era continua ¡Estaba la cosa como para perder la beca! Las posibilidades de estudiar fuera del Loyola, aunque no fuera mucho más de las cuatro reglas, eran mínimas. No sé donde habría una escuela pública, pero desde luego, cerca no, ni en la Ciudad Naranco ni en los alrededores.
La Cirila y el Filisteo
Al colegio llegaban, mañana y tarde, muchos de los escolares en dos autobuses muy, pero que muy viejos, La Cirila y El Filisteo, podría decirse que eran dos autobuses con personalidad. Personalidad sí,  mucha, pero seguridad ninguna, pues aparte de los años que arrastraban, que a cada nada quedaban tirados por las cunetas, cargaban a setenta o más niños cada uno, todos armando la marimorena, sin cuidador y con el conductor dando voces y a veces, guantazos, para intentar mantener un mínimo de orden.
Por supuesto, lo de los guantazos no era nada sorprendente, ya que los curas repartían los guantazos con generosidad, viniera o no viniera a cuento. Debo decir para no faltar a la verdad, que en el reparto de los palos, los curas eran bastante democráticos, había para todo el mundo. Aunque por supuesto, los de las becas algo de ventaja llevábamos.
Recuerdos
Las memorias, los recuerdos que guardo del colegio son bien tristes, lejos de ser años alegres, años de felicidad en la inocente infancia, ir al cole siempre fue un martirio. Recuerdo estar constantemente temblando, pensando que llegaba la hora de ir a aquel lugar de sufrimiento.
Por supuesto, todos los curas no eran iguales, alguno había moderado que no  recurría a la sangre para que la letra entrase, como proclamaba el sanguinario adagio, el Padre Jesús “el Pijitas”, el Padre Esteban, el Padre Domingo “el Matachu”, el Padre Marciano, el Padre Macías, podían, en un momento dado y si los ponías al borde del ataque de nervios, darte un coscorrón, pero no era su estilo machacarte como hacían otros
Un caso a estudiar
Cuando conocimos al Padre Esteban, en el primer trimestre de primero de bachiller, dio palos a todo el mundo como si estuviese rabioso, rápidamente lo señalamos como malo, malísimo, un caso de rabia extrema, pero llegaron las vacaciones de Navidad y cuando se recomenzó el curso en enero volvió convertido en otra persona, un hombre tranquilo y bondadoso. Hasta que acabamos cuarto y la reválida, en todos los cursos nos dio clase y en todos se portó como lo que resultó ser, una persona apacible, un maestro ejemplar, comprensivo y afable.
Nunca pudimos entender cómo se pudo producir aquel cambio, pero fue el caso que después del miedo que nos dio en aquel primer trimestre de terror, acabó siendo uno de los profesores de los que mejores recuerdos nos dejaron.
El Rector
El Padre Marciano, que era el Rector del colegio y nuestro profesor de literatura, era seco y enteco, pero como maestro era uno de los mejores. No se andaba con bromas, nos explicaba las lecciones en la primera media hora de la clase, luego nos ponía en pie a todos, nos colocaba en corro ocupando todo el espacio del aula y comenzaba a preguntar sobre lo explicado, a toda velocidad, sin dar respiro: ¿Quién escribió la Divina Comedia? Tú, tú, tú, tú, a todo gas, quien contestaba correctamente, adelantaba a todos los que habían pasado en blanco o contestado erróneamente. Al término de la clase un alumno que se apellidase Valdés o Zapico, que estaba al final de la fila al comienzo, porque habíamos comenzado colocados por orden alfabético, podía acabar en primer lugar, porque las preguntas se sucedían a velocidad meteórica. Serio era como un poste, pero lo que tenía de serio lo tenía de justo para con todos y en su hora de clase estábamos todos alerta, con las orejas tiesas. Allí no se dormía nadie.
El pobre Padre Macías
Otro caso era el del Padre Macías, que intentaba el pobre enseñarnos filosofía. Creo que era un buen hombre, tranquilo, que no servía para tratar con aquel atajo de chavales medio salvajes a los que tenía que intentar domesticar.
Cuando tocaba clase con él, en el cambio de clase, al irse el profe anterior y sabíendo que llegaba el Macías, comenzaba la bronca. Para empezar a dar la clase le costaba cinco minutos conseguir que nos sentásemos y nos quedásemos medio en silencio. Muchas veces acababa toda la clase saliendo y entrando al y del pasillo, castigados y perdonados, porque su sentido de la justicia y su incapacidad para dominar la revuelta llevaba a situaciones ridículas. Mientras explicaba la materia, cualquiera de los alumnos se ponía a hablar con el compañero, el Macías le ordenaba ponerse en pie y colocarse junto a la pizarra, en ese momento, alguno de los cercanos al castigado, se dirigía al profe y le decía “Padre, no era él quien hablaba”, rápidamente era secundado por otros dos o tres, a los que, el pobre cura, para hacerlos callar, los enviaba a la pizarra a acompañar al primer reprendido, en ese momento, toda la clase al unísono bramaba, “no es justo, no hay derecho” y toda la clase a la pizarra, como allí no se aplacaba la marabunta, echaba a los más gritones al pasillo, la revuelta crecía ¡Todos al pasillo! Poco después, el cura, solo en el aula, se debía volver loco intentando entender la situación, cómo se había podido llegar a aquella situación… y salía a buscarnos. Y otra vez a lo mismo.
El Pobre Padre Macías tenía el cielo ganado.
Los Profes
En el colegio también había profesores laicos contratados, entre ellos se encontraban dos hermanos, don Primo y don Vidal que eran serios, profesionales. Don Vidal nos enseñaba francés, tengo la impresión que no era demasiado bueno en la pronunciación de la lengua de Moliere, pero a mí me inculcó el gusto por el idioma para toda mi vida y aunque entonces yo estaba convencido de que jamás me serviría para nada, ya que nadie que yo conociera había estado jamás en Francia y franceses no se veían por el barrio ni en pintura, al paso de los años bien útil me resultó para defenderme en los viajes que realicé por el país de los franchutes.
Don Primo nos dio matemáticas en quinto curso, para mí, las matemáticas eran lo peor del mundo, no creo que hubiera nadie tan torpe como yo para la materia, me las iban aprobando todos los cursos en setiembre, no porque en verano aprendiera nada, si no, porque como en las otras asignaturas sacaba unas notas aceptables, me aprobaban la asignatura para no dejarme atrás. Cuando llegué a quinto, la base que llevaba era malísima y fue transcurriendo el curso como siempre, mal. Hacia fanales de mayo me llamó un día a la pizarra de la forma en que os voy a contar, hablando como siempre muy lentamente y con su voz entrecortada, se dirigió a mí: A ver, Eloy, salga usted, hombre, que, con, lo burro, que, es, si, lo, sabe, usted, lo, sabe, toda, la, clase. Y me miraba de frente. Yo seguí quieto, sin inmutarme, mientras pensaba: yo seré burro, pero usted, en ocho meses de clase, aun no se enteró de cómo me llamo. Al final no tuve otro remedio que salir ¡Y qué diablos iba yo a saber! Nada de nada, como casi siempre.
Los Hermanos
En el colegio también contábamos con la presencia de dos hermanos legos, eran medio curas, vestían de sotana y habían profesado en alguna medida, pero no eran sacerdotes del todo, no podían decir misa, eran el hermano Antonio y el hermano Manuel, eran una especie de ayudantes de los curas, se encargaban de cosas como el deporte y el catecismo y los “gratuitos”, de los que más adelante hablaremos.
Como profesores contratados estaban también don Gaspar, “don Gaspy” o “el Jaspia” y don Cabezas, los dos eran vecinos del barrio  y los dos muy buena gente. Con don Gaspar tuve muy poco contacto como alumno, solamente en alguna sustitución coincidimos. Mi recuerdo de él en el cole se reduce a escucharlo cantar en las misas de los domingos, en las que solía llevar la dirección de los rezos.
Don Cabezas
A don Cabezas siempre le llamamos así, como si su apellido fuera su nombre propio, nada de señor Cabezas. Nos daba clase de historia y a mí esa materia se me daba bastante bien. Cuando llegaron los exámenes de cuarto, que había que aprobar para poder presentarse a la Reválida en el Instituto Alfonso II, se formó un tribunal presidido por don Cabezas y que contaba con dos profesores externos, desconocidos, el examen era oral y me tocó contestar una pregunta bastante escueta: Los Bárbaros. Ya os dije que era bueno en la materia y sabía del tema, pero me entró un ataque de pánico y fui incapaz de articular ninguna palabra. Silencio absoluto. Pues la nota final de curso, tras el grandioso éxito en el examen, fue un ocho ¡¡Un ocho!! Cierto que yo sabía de historia, pero no contesté nada. Nada absolutamente. Pues me puso un ocho como nota final. Aun ahora me dura el agradecimiento.
Dos malos bichos
Lugar de honor entre los maltratadores lo ocupaban el padre Gerardo y el padre Pedro. El padre Gerardo en el Loyolín, castigando a los niños a ponerse de rodillas, con los brazos en cruz sobre un suelo que sembraba de arroz y garbanzos, o con los brazos en cruz con unos libros en las manos, o dando reglazos en las uñas, o, lo que era el colmo del refinamiento, poniendo pinzas de colgar la ropa en la lengua de quien encontraba hablando y en las orejas de los que le parecía que estaban escuchando al parlante, ¡a niños de seis años! 
Seguro que su dios lo tendrá en su gloria.
Y pieza fina el padre Pedro Ruíz, un sádico que gozaba con el dolor ajeno ¡Qué palizas! ¡Qué coscorrones! ¡Qué tirones de orejas! ¡Qué palos! Sí, sí, con palo en mano lo recuerdo un día en que nos juntaban  a los alumnos de las diversas secciones de cuarto que habíamos aprobado el examen para presentarnos a la Reválida en el Instituto. Nos reunían a todos en un aula grande, de las que llamaban de estudio, que estaba situada en otro piso del cole, mientras íbamos subiendo por las escaleras, el padre Pedro, colocado en el rellano, contaba de tres en tres y a los que hacían el número tres les daba con el palo en la cabeza, así, por las buenas y no era una caricia, no. Claro que a los de la beca, aunque no nos tocase el número, teníamos palo también, “porque éramos amigos suyos” como él decía.
Fue sonada la vez en que, tras el sonido del timbre para el cambio de clase, sabíamos que a continuación llegaba el padre Pedro, por lo que estábamos bien calladitos, no como cuando el que iba a llegar era el padre Macías, apareció de pronto, dando un portazo y galopando como si fuera montado a caballo, nos quedamos sorprendidos, con los ojos como platos y en ese momento le escuchamos decir: Hoy vengo montado en Cólera, a ver, los de esa primera fila ¡A la pizarra!  Y según nos íbamos acercando, ¡bofetada al canto! Y otra vez al sitio de cada uno, ¡A todos! No perdonó a nadie.
Otro que espero se encuentre en el cielo en la compañía de su buen dios.
Qué le vamos a hacer, no son gratos los recuerdos que guardo del puñetero Loyola.
La Granja
Desde su fundación el colegio contó con una granja y no era utilizada para que los alumnos conocieran nada de la fauna y flora del país, que jamás a ella nos acercaron para que contemplásemos ni vacas ni huertas, la granja estaba tras el patio, después de los campos de deportes, pegada al Vertedorio, el regato que recogía las aguas pluviales del Naranco. Toda la zona era coto vedado para los estudiantes, era el territorio de Paco el granjero, Paco el del Chano, de Luarca, criaba y cuidaba vacas, cerdos, gallinas y una amplia huerta con la que suministraba la cocina que servía a toda la comunidad de los curas y a los estudiantes internos, los que venían de los pueblos y hacían toda su vida sin salir del colegio.
Cuando veo ahora a los chiquillos que están esperando que llegue la hora para irse al cole, sin miedos ni preocupaciones, porque se van al cole a encontrarse con los amigos y, de paso, aprender, se me hace increíble ¡Van a gusto al cole! ¡Están deseando, durante las vacaciones, que llegue el día en que comienzan las clases! Con el sufrimiento que padecía yo, temblando ante la cercanía del primer día de cole ¡Si hasta pesadillas sufría las noches anteriores!
Siento como si me hubiesen estafado, como si me hubieran robado una parte, la mejor, de mi niñez ¡Qué tendrían en la cabeza aquellos sacerdotes para martirizarnos de aquella manera! 
El caso es que, algunas veces, me encuentro con compañeros de aquellos tiempos y ellos no conservan la memoria del miedo y los malos ratos que yo tengo y no sé si es que la memoria, haciendo un ejercicio de higiene mental, les borró los malos momentos o es que yo estoy enloqueciendo y solo en mi cabeza ocurrieron aquellas pesadillas. Creo que son ellos los que quieren engañarse y dibujar una película en la que salir de guapos y buenos, porque, como dice el refrán mentiroso “todo tiempo pasado fue mejor”.
Allá ellos y sus películas ¡Por nada del mundo volvería a pisar aquellas aulas! Y no estoy seguro de que no fuera más propio llamarlas jaulas. O aun mejor, cárceles.
Los usos del Cole
El Loyola tenía dos usos diferentes cada semana, el de los días de diario y el de los festivos. Los días de semana llegaban al colegio ochocientos o mil escolares, atravesando el barrio con los libros bajo el brazo y raro era el vecino adulto que se acercaba por allí. Sin embargo, los domingos, ochocientos o mil vecinos se acercaban para asistir a la misa o al catecismo, porque el colegio, sin ser parroquia, hacía las funciones de tal, ya que San Pedro de los Arcos quedaba lejos y a la capilla del cole acudian los mayores y formaban tertulia con los curas como si fuera obligatorio, cuando los contemplabas los domingos charlando animadamente con las familias, alegres y sonrientes que talmente parecía que se iban a poner a cantar la Campanera en cualquier momento, no podías reconocer a la mala bestia que estaba a punto de devorarte en la clase durante la semana. También se observaba en algunos de ellos una doble vertiente que te dejaba sorprendido, durante la semana podían ser unas personas serias, llenas de empaque e importancia, que daban clase de latín o matemáticas, tratando a los niños con dureza y los domingos, después de las misas, te los podías encontrar con la sotana remangada jugando un partido de futbol y riéndose con los chavales. Parecía imposible que fuesen los mismos individuos.
Gratuitos
Para comenzar en el colegio, algunos de los chavales del barrio iniciábamos el período escolar en “gratuitos”, con el hermano Antonio y con el Padre Emiliano, “el Morrongo”, iniciando allí tu etapa colegial quedabas marcado para el resto de los estudios: Ese es de gratuitos, ya no te lo quitaba nadie. Para poder seguir el bachiller en el cole, además de estudiar bien, debías hacer de monaguillo y ayudar a las misas diarias desde los siete a los diez años. Las misas se decían de 5,30 a 8,30 todas las mañanas, con eso y no suspender ninguna asignatura podías conservar la beca durante todo el bachillerato.
Así conseguí mi título de bachiller, a costa de los madrugones.


© Milio y Chuso del Nido
Memorias de Ciudad Naranco

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