Negocios

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¡Ah! Una cosa que se nos escapaba es que la Ciudad Naranco era una zona con potencia industrial; en la Casa Verde, junto a la Cárcel, estaba la fábrica de la Mayonesa Yelma, famosa en toda Asturias ¿Qué os creíais, que la Ciudad Naranco era un barrio cualquiera? ¡Hasta fábrica de mayonesa teníamos! ¡Nada menos!
También en el barrio tenía su sede Rey Soler, una gran empresa dedicada al transporte, tenía sus locales frente a la Centralilla de Hidroeléctrica y al lado del Prao de les Oveyines, que hacía esquina entre Aniceto Rodríguez y lo que ahora se llama Lorenzo Abruñedo, que para nosotros era La Cuestina. En Rey Soler tenían media docena de camiones que tengo entendido que eran decomisados de los que Rusia había mandado para acá durante la guerra civil. El Prao de les Oveyines era más pequeño que el Prao Villar y lo usábamos para jugar cuando nos juntábamos pocos, pues era más divertido hacerlo en él cuando solo éramos seis u ocho.
El Taller de Manolo Carreras
Otro negocio del barrio era el taller mecánico de Manolo Carreras, que estaba situado en la calle Manuel Rodríguez. En aquellos tiempos no había demasiados coches y Manolo había comenzado a trabajar como mecánico en la Renault de Abundio Gascón, pero pronto  se puso a trabajar por su cuenta.
Manolo y Celia, su mujer, tenían tres hijos, Manoli, Mario y la niña, de la que ahora no recuerdo el nombre. Manoli enseguida comenzó a trabajar en el taller de su padre y los dos eran profesionales de mucho prestigio. Manoli tuvo malísima suerte y en una Semana Santa en la que se fue a pescar a Villahormes, en un desgraciado accidente, se cayó al mar desde el acantilado en que se había situado y nunca se encontró su cuerpo. Fue el primer muerto de la pandilla de amigos y  su muerte nos dejó a todos cavilando sobre la precariedad de la vida. Hasta entonces las muertes que nos tocaban eran todas de gente mayor, que por ley de vida debían dejar este mundo y por tanto su muerte no nos impresionaba como lo hizo la de Manoli, uno como nosotros que dejaba un hueco imborrable entre la chavalería.
Españoles, Franco ha muerto
Años después de la desaparición de su hijo mayor, me pasó un caso curioso con Manolo que mostraba como era la vida durante la dictadura franquista. El día en que murió el caudillo, cuando entre lágrimas nos informó Arias Navarro en su famoso Españoles, Franco ha muerto, por esas cosas que pasan, a media mañana se me apeteció tomar un vermut, creo que sería para rumiar la noticia, me acerqué al Mesón del Pinchu, un local que había abierto sus puertas recientemente y le pedí a Merce, la chigrera, el vermut. Serían aproximadamente las once y media de la mañana y en el bar, el único cliente era Manolo Carreras, que tenía un vaso de sidra delante con lo que parecía un vino blanco. Cuando pedí el vermut me dirigió una mirada escrutadora y a continuación le hizo una seña a Merce, que, sin decir palabra, sacó una botella abierta de un Cava que tenía guardada en la nevera y me sirvió una dosis, diciéndome que estaba invitado por Manolo, el cual  seguía sentado en la otra punta de la barra, le di las gracias con un gesto, nos tomamos el trago sin cruzar ni media palabra y nos fuimos cada uno para sus asuntos. Hasta ahora, jamás comentamos nada sobre el caso. Claro que no era necesario en absoluto.
El Buri
Había también esparcidos por el barrio algunos talleres como el de Antonio “el Buri” en lo que llamábamos la Colonia Astur. El Buri trabajaba el hierro y tenía su taller cercano al almacén de huevos de Atilano Sampedro. El taller estaba situado en un viejo tendejón del que no paraba de salir el ruido de los martillazos, allí trabajaban media docena de obreros y era un lugar importante para los chiquillos, porque, de vez en cuando, te echaban una mano para fabricar un aro o para conseguir unas ruedas de cojinetes para construir un carro de “bolines” o un patinete.
Los huevos de Atilano Sampedro
Atilano Sampedro probablemente era el mayorista de huevos más importante de Asturias y por nuestra casa se recordaba de tanto en tanto la vez en que hizo un anuncio radiofónico en el que se decía que, Para huevos grandes y frescos, los de Atilano Sampedro, creo que el anuncio se emitió un solo día ¿extraño, eh? Atilano y su familia eran gallegos que se habían instalado en Oviedo provenientes de San Cibrán, en Lugo y de aquella parte traían los huevos, pues en aquellos tiempos no se producían en granjas, si no que los iban juntando en las tiendas de los pueblos corresponsales de Atilano. Entonces todo el mundo tenía gallinas en su casa, pero no dinero y para pagar en las tiendas lo poco que en ellas se compraba, sal, café, y azúcar, que eran las compras más normales, utilizaban el trueque, pagaban con los huevos que, dos o tres veces por semana, recogía el camión de Atilano.
Los intríngulis de este negocio los conocemos bien porque, algunas veces, íbamos de acompañantes en el camión para visitar a la familia en el pueblo, en Serantes y Villamil, del concejo de Tapia de Casariego. El viaje comenzaba a las cinco de la mañana en el camión que conducía Gabriel y nos dejaba en el pueblo hacia las ocho de la tarde, después de haber parado en todas las tiendas del recorrido. Había una curva subiendo La Espina en la que nos posábamos para estirar las piernas, Gabriel seguía conduciendo por aquella carretera infernal, mientras nosotros atajábamos por un sendero y tras caminar unos quinientos metros cuesta arriba, esperábamos la llegada del vehículo, que ya no tardaba demasiado. Entonces sí que se podía decir que el occidente asturiano era el lejano oeste.
Don Manuel, el de la farmacia
Don Manuel Estrada, el farmacéutico, era un tipo bastante especial. Cuando abrió su despacho en la calle Julián Rodríguez, esquina a Aniceto Rodríguez, en la pequeña terraza que había delante del establecimiento, lo vi saltar un banco de carpintero de Enrique el Teresu, que tenía su carpintería bajo la terraza. Ya sabéis que las calles Ricardo Montes y Torrecerredo en su actual denominación, tienen planos distintos y lo que es fachada por  Torrecerredo, es sótano por Ricardo Montes. Pues don Manuel, alto y flaco como era saltaba sobre el banco y un cartel de cartón de la crema Nivea colocado encima, tomando una carrera que no pasaría de los cuatro metros y con el riesgo, si fallaba en el intento, de darse un morrazo de campeonato contra el banco de madera maciza. El salto calculo que rondaría el metro cuarenta, aparejado con zapatos de vestir, en un suelo de cemento y a metro y medio el banco del muro que cerraba la terraza. Pues sin despeinarse, con zapatos camisa y corbata, fuera la chaqueta y ¡a saltar! Estoy convencido de que con aquellas condiciones atléticas naturales, si le tocan estos tiempos hubiese sido un campeón reconocido. Pero los tiempos eran lo que eran.
Jerónimo, el de las inyecciones
En la farmacia de don Manuel trabajaba como mancebo Jerónimo, el practicante. Jerónimo era de muy baja estatura, Carlos Corrales, el Besugo, que medía como dos centímetro más que el mancebo, se burlaba de él, porque le decía que se había quedado tan bajito, porque se gastaba caminando de casa en casa, continuamente, poniendo inyecciones. 
No recuerdo bien cómo, Jerónimo se había convertido en jefe de las obras en la construcción del foso atlético para los entrenamientos de los saltos de Poladura, ejerciendo además como entrenador, no solo de Miguel Ángel, si no, además, de todos los niños que aprovechábamos la instalación cuando Poladura no entrenaba.
De todas formas, lo que lo elevó a las altas cumbres de la fama, fue su victoria en la carrera de bicicletas sin cadena, que don Manuel, el farmacéutico, organizaba todos los años durante las fiestas del barrio de Económicos.
La carrera consistía en bajar, montado en una bicicleta sin cadena, la calle Fray Ceferino, donde se encontraban el Loyolín en una acera y enfrente el diario Región, que era donde se editaba también La Hoja del Lunes, cruzar luego ante La Farola de General Elorza, que estaba delante del Sanatorio Girón y que era por donde pasaba la carretera general y llegar lo más cerca posible del Hospital Militar que estaba en lo alto de la pendiente opuesta a Fray Ceferino. Se decía que para ganar hacía falta mucho peso, para ganar inercia, yo creo que hacía falta también bastante valor para dejarse bajar por aquellas calles de tierra sin asfaltar, sin tocar los frenos, jugándose el pellejo. Jerónimo, sin frenos y a lo loco.
Los zapateros
En el barrio había unos cuantos talleres de zapateros y no me digáis porqué, pero el caso es que todos ellos funcionaban como lugares de reunión de los chavales del barrio, que no disponíamos ni de dinero ni de lugares a nuestro alcance para juntarnos. Las zapaterías cumplían la labor que hoy cubren los centros sociales.
El de zapatero, como el de relojero y algún otro, eran oficios que se les enseñaba a los que sufrían algún tipo de minusvalía, que les impedía ejercer otros oficios que requerían mejor condición física, en entregas anteriores ya os hablamos de Paco el Cabezu, al que le faltaba la patatina para el quilo, y Pin el Zapa y Puchi, ambos con cojeras importantes.
Pin el Zapa era natural del Naranco, creo que de la Peña’l Fuelle,  que es el caserío que linda con la Fuente de Los Pastores, encima de San Miguel de Lillo. Pin cojeaba de las dos piernas y me parece que tenía también algún problema en la columna vertebral. El hombre, para caminar se cimbreaba por la cintura hacia ambos lados y era un dolor verlo en su andadura. Bajaba y subía todos los días a La Cuesta con aquel su caminar doloroso. Por las mañanas aun se manejaba con alguna soltura, pero por las tardes era un puro sufrimiento. Pin le daba al vino con afición desmesurada y se iba para su casa, algunas veces, con unas cogorzas de impresión. Pero es de resaltar cómo, a pesar de las dificultades que sufría para moverse y su vicio alcohólico, le gustaba la montaña y los domingos se iba de excursión a los Picos de Europa o cualquier otro punto de la cordillera. Nunca coincidí con él por las alturas, pero no era cuento lo de su afición al montañismo, que muchos conocidos míos lo tienen encontrado por los senderos de las cumbres.
Siempre se dijo que hace más el que quiere que el que puede.
El Puchi
La zapatería del Puchi era el centro de atracción de toda la chavalería de la redonda, había carreras para llegar pronto y coger buen sitio al lado de Jesús Rodríguez Figaredo, que ese era el nombre de quien respondía al sobrenombre de Puchi. No resultaba raro que nos juntáramos en su pequeño taller diez o quince chavales en la tertulia, en un local que no superaba los veinte metros cuadrados, de modo que cuando llegaban los clientes tenían que pelear con el zapatero  y todos los ayudantes que lo rodeábamos. Cuando llegaba el momento de regatear el precio de la reparación, el Puchi sabía aprovechar el ambiente favorable y entre risas discutía el costo de su labor, con gestos ampulosos, a lo Charlot y acababa volviendo locas a sus clientas, las cogía por el codo mientras les decía, suelta la pasta, que tienes mucha y no te la vas a llevar a la tumba, se armaba la chirigota, a veces las clientas se enfurecían medio en serio medio en broma, llamándolo carero, que por otra parte, lo era. Espabiladas tenían que andar si no querían que las estafara y además, con cachondeo incluido.
Asuntos de importancia
Los asuntos a tratar en las reuniones de la zapatería cubrían todos los asuntos de la actualidad, allí tengo escuchado las más profundas discusiones filosóficas: el futbol, el ciclismo, las mujeres, el cine, el sentido de la vida, de dónde venimos, a dónde vamos… todo cabía en la panoplia de las cuestiones que allí se discutían, y había que hacerlo con propiedad, una equivocación, el error en un dato, un adjetivo mal puesto, un fallo en la construcción de una frase, daban pie a que el Puchi y el resto de la concurrencia se estuvieran burlando de uno durante tres meses sin la menor compasión. Había leña para todos.
Un día en que se encontraba rellenando el crucigrama del periódico, el Puchi levanto la mirada con inocencia y le preguntó a Casomera que dónde estaba Canadá, Casomera le contestó que no sabía, pero el Puchi insistía, Casomera iba calentándose y le dijo que ni lo sabía ni le importaba, entre risas, el zapa porfiaba, cuando al fin Caso dijo que debía estar hacia la China o por allá, las risas atronaban el barrio. El pobre Casomera de geografía estaba pez y para adquirir el derecho de estar en la zapatería sin que se burlasen de uno, había que ser licenciado en altos conocimientos.
Otro día, hablando de política internacional, les preguntó a Caito y a Ñañel, el de la Maña, que quienes gobernaban en Francia y Alemania, ellos farfullaron algo medio ininteligible y el Puchi, inmisericorde, les hizo escribirlo, cuando le presentaron los nombres, Dellagüer y Degobel, por Adenauer y De Gaulle, tuvieron que aguantar la rechifla hasta las Navidades del año siguiente.
El Zapaterías Figaredo
En la zapatería del Puchi se formó el famoso equipo de futbol sala Zapaterías Figaredo, con el que competimos, mientras nos dejaron,  en el torneo de La Felguera. Otra cosa no, pero el nombre imponía.
Casomera
Casomera, que acabó de chigrero, trabajó durante muchos años como mecánico y tuvo garajes de guardacoches. 
En cierta ocasión nos contó cómo había sido su estreno en el oficio y la cosa no tiene desperdicio. No le gustaba gran cosa la escuela y en cuanto se atrevió le dijo a su padre, que no quería volver el cole, que quería trabajar de mecánico, que le buscara un taller para entrar de pinche e ir aprendiendo el oficio. Su padre conocía al propietario de un garaje que estaba en La Costa Verde, junto al Pontón de Vaqueros y para allá se fue Casomera. 
En su primer día en el trabajó, estrenó el mono azul y una de las primeras labores que le encargaron fue la de llevar a recauchutar una rueda de camión. Por si no lo sabéis, las ruedas se recauchutaban, cuando se les gastaba la banda de rodadura, se llevaban a talleres especializados que les pegaban una banda nueva, las recauchutaban para que siguieran rodando otra temporada. Pues allá iba Casomera, girando la rueda ante él, cuando llegó al inicio de la cuesta que baja hacia el Bloque de La Amistad, desde allí, la rueda, que era demasiado grande para que la dominara un chiquillo, comenzó a ganar velocidad, Caso intentó frenarla como buenamente podía, pero la rueda era pesada y se le escapó, fue cogiendo velocidad, pasó como una exhalación por delante del guardia de circulación, que estaba subido en una especie de púlpito de hierro en medio de la plaza, cruzó por entre los coches, tropezó contra el bordillo de la acera de enfrente y dada la velocidad que llevaba, dio un salto y entró como un obús por el escaparate de la pescadería que había en los bajos del Bloque de la Amistad, destrozando el cristal y quedando tendida entre las parrochas los boquerones.
Casomera contempló el estropicio que se había formado, se quitó el mono nuevo, lo tiró en una esquina y se volvió para su casa sin recoger la chaqueta que había dejado en el taller. 
¡Eso es un estreno en el trabajo y lo demás son cuentos!
Los Chigres
En los años cincuenta del pasado siglo, en la Ciudad Naranco había unos cuantos pequeños chigres, que después de urbanizar las calles en los años setenta y derribar las pequeñas edificaciones de planta baja para levantar edificios de seis y ocho plantas, fueron siendo sustituidos por otros más modernos, hasta llegar a las cafeterías, las sidrerías y los restaurantes actuales. 
En casa, en El Nido, adjunto al local de la tienda había un cuarto al que le llamábamos El Chigre, que contaba con un par de mesas y donde se servía, de cuando en cuando, algún vaso de vino a algún cliente ocasional, pero la verdad sea dicha, no creo que se pudiera contar con El Nido entre los bares del barrio
El Nora
En la esquina entre las calles Aniceto y Antonio Rodríguez, las actuales Torrecerredo y Augusto Junquera, estaba el Bar Nora, el Nora lo llevaban Flora y Ricardo, que tenían tres hijos, César, que fue presidente del ADELNI, Miguel Ángel y Blanquita. 
César, que padecía de la vista, usaba gafas de muchísima graduación, era albañil y le encantaban los novelas del Oeste. Cuando levantaron los bloques que ocuparon el Prao de los Soldaos, un buen día, iba subiendo las escaleras a medio construir de uno de los portales, leyendo una novela interesantísima de Marcial Lafuente Estefanía, aun no estaban colocados los peldaños en la rampa de lo que sería la escalera, en su lugar estaban colocados unos ladrillos, por los que subía sin parar de leer el bueno de César, a la altura del quinto piso se acababa la escalera y César, embebido como estaba, no se percató, siguió adelante y cayó al vacío ¡Desde un quinto piso! Tuvo la inmensa suerte de dar con sus huesos sobre el montón de arena que en aquel mismo instante acababa de descargar un camión de los que llevaban el material para la obra y aun estaba la arena mullida. A punto estuvo de matarse, salvó la vida, pero a consecuencia del brutal golpe tuvo problemas el resto de su vida.
Miguel Ángel era muy presumido y trabajaba de camillero en el Hospital General, cuando te cruzabas con él por la calle intentaba no verte, para no tener que saludar a aquella gente de poco pelo que éramos los vecinos del barrio.
Blanquita era una chavala muy guapa, se casó con Galán, un transportista somedano, se quedaron a vivir en el barrio y tuvieron unos cuantos hijos, chavales que aun siguen con los camiones, continuando con el negocio paterno.
La Flor
En la fachada que da a la calle Torrecerredo de la casa donde estaba la farmacia de don Manuel Estrada, abrió el bar La Flor Joaquín Elizondo, un navarro hosco, casado con Angelines que ejercía de cocinera y que algún gato y algunos pichones nos tiene guisado. Joaquín tenía el aspecto serio, pero cuando lo conocías te percatabas de que tenía un sentido del humor británico. A mí me caía muy bien, disfrutaba con su fina ironía.
En su bar tenía la concesión del sellado de las quinielas y recuerdo la vez en que un vecino un tanto simple, intentó falsificar los resultados de un boleto, cambiando el sello, despegándolo del original con vapor de agua y pegándolo en otro boleto con los catorce resultados de la jornada. Naturalmente al confrontar el resguardo falsificado con el original que conservaba la organización quinielera, se descubrió la inocente trampa y aquello era delito y la policía detuvo al infeliz, acusándolo de intento de estafa. Joaquín, como responsable del sellado, tuvo que declarar y me consta que gracias a su intervención, el asunto no pasó a mayores. El pobre hombre que creyó poder salir de la miseria con su brillante idea, tenía mujer y dos hijos, que sufrimientos tenían de sobra, sin que además metieran en la cárcel al que llevaba el sueldo para la casa.
Joaquín daba la impresión de andar siempre a lo suyo y que no le importaba un pito lo que le ocurriese al resto de la humanidad, pero conozco bastantes historias suyas en las que se demuestra que una cosa era la cara seria y otra la coña que se gastaba.
Las Gemelas
Otro bar de los del barrio era el de Las Gemelas, en la carretera de la Cárcel, los dueños, Nati y Ramón, tuvieron tres hijos, las gemelas y Monchu. Las gemelas es posible que tuvieran nombre propio, pero creo que jamás supe cual era el de cada una, eran las gemelas y punto. Monchu, cuando llegó la democracia se afilió a la UGT, donde alcanzó algún puesto directivo y tengo entendido que llegó a responsable del transporte público del Ayuntamiento de Gijón.
La última vez que lo vi por el barrio andaba solo por los chigres, lo saludé y noté algo raro entre la concurrencia, cuando se fue, le pregunté a Caito que qué pasaba con él, el porqué de aquella frialdad y me dijo, Es bobo, no habla con nadie, va de chulo y no lo puede ver ni dios, lo que me extraña es que tú hables con él ¡y aun me extraña más que te conteste!
No sé, de crio era uno más, se ve que la vida a veces nos hace cambiar.
Casa Regina
Otro de los bares era Casa Regina que cerró siendo nosotros muy niños. Tuvieron un hijo, José Luís, que trabajó muchos años en las oficinas de una constructora de nivel nacional muy importante, Fomento de Obras creo que se llamaba. Del bar solo recuerdo que tenían rana, a la que iban a jugar los mayores y enfrente del bar había bolera, pero no recuerdo si eran ellos quienes la llevaban, aunque supongo que sí. Éramos demasiado pequeños para recordarlo.
La Rana
En la parte alta del barrio, hacia el Naranco, estaba el bar El Gaitero, que disponía de una pequeña terraza donde se situaba la rana. Cuando hacía buen tiempo, con media y media… ¿Qué no sabéis lo que es media y media? ¡Jolín, que antiguo suena! Media y media consistía en una botella, mitad de vino, mitad de gaseosa. Para mí el mejor refresco del mundo. Sigo pidiéndolo en los bares, aunque ya no se pide así, ahora, para que te entiendan, hay que pedir vino con Casera o bien, tinto de verano, que aun suena más fino. Pues lo que os decía, con media y media podías pasar la tarde ganando y perdiendo partidas.
Nunca fui un fenómeno de la rana, un artista de los que meten dos o tres fichas en cada tirada, pero alguna, de vez en cuando, entraba, y como los contrincantes tampoco eran unos fuera de serie, las partidas eran divertidísimas ¡y costaban poco, que era lo importante!
Había rana en casi todos los chigres y todos conocíamos las habilidades de los contrarios, lo que permitía organizar partidas igualadas, que era lo interesante.
Enrique y Mediometro
Uno de los campeones de rana del barrio era Enrique, el peluquero, el padre de María Adela y Margarita, vivían en la casa que lindaba con la nuestra, trabajaba en la Peluquería Calzón, que era la peluquería elegante de Oviedo, al lado del Teatro Campoamor, Enrique era un tirador que metía dos o tres fichas de promedio, si jugabas en su contra, tenías que hacerlo cuando se emparejaba con otro tirador muy malo, para poder competir. Estaba siempre en lo alto del pódium. Hasta que un día llegó al barrio una compañía de teatro ambulante, de las que montaban su espectáculo en la esquina delante del bar Nora, para hacer aquellas representaciones en las que los espectadores llevaban la silla de casa para ver la obra cómodamente.
Con aquella compañía venía un cómico pequeñín que se anunciaba como Mediometro, el cual, después de estar un rato contemplando cómo se jugaba, pidió partida, mano a mano con Enrique, tras el sorteo, le tocó a Enrique tirar de mano y metió tres fichas, estábamos todos viviendo ya la victoria de nuestro campeón, pero cogió las fichas Mediometro y en su primer tirada metió siete de las ocho fichas, y parecida a esa fueron todas sus demás tiradas. Seis a cero fue el resultado final. Nos ganó a todos, nos fuimos para casa con las orejas gachas y el rabo entre las piernas. Nos quitó las ganas de echar una partida para los siguientes quince días.
El Cantábrico
El gran bar para el barrio era el Cantábrico, no estaba exactamente en el barrio, porque quedaba del Puente de la RENFE hacia el centro y el Puente era la frontera natural, pero de alguna manera era la aduana, la puerta de entrada a nuestro mundo.
El Cantábrico tenía otra categoría, más moderno, más abierto, más cosmopolita. Tenía la clientela que le correspondía, la del barrio y la de Oviedo, pero además contaba con la gente que llegaba a la capital por las estaciones de la RENFE y Económicos y mucho personal que llegaba o se iba de la ciudad, hacía su primera, o su última parada allí, lo que le daba mucho movimiento.
En los bares del barrio casi siempre te encontrabas con los mismos parroquianos, sobre poco más o menos, antes de entrar en ellos ya sabías con quien te ibas a encontrar arrimado a la barra, pero en lo de Don Mariano, en el Cantábrico, siempre había novedades.
El bar, cuando tras la reforma de la calle pasó para la acera de enfrente de la calle General Elorza, se dividió en dos secciones, la sidrería, que llevaba Antonio, el hijo de Don Mariano y la cafetería-restaurante, al frente de la cual estaba Velasco, el yerno. Tenía fama de buena cocina, casera y muy abundante y siempre cuidaron mucho la calidad de la sidra. En el barrio no había ningún establecimiento que fuera únicamente sidrería y era en el Cantábrico donde los sidreros encontraban su ambiente.
Un día en que me encontraba tomándome un café, de repente se sintió jaleo en la acera, con fuertes voces y gritos, salimos para ver qué pasaba y nos encontramos con que la gente había agarrado a un fulano que acababa de dar una puñalada a otro, el herido estaba tirado en la acera, sangrando abundantemente, atendido por varios de los presentes, en tanto llegaba la ambulancia que otro de los testigos había entrado a llamar desde el bar. La cuchillada tenía mal aspecto, había mucha sangre vertida y el herido estaba sin sentido, entonces uno que estaba a mi lado en el bar, muy serio, le dijo al atacante, que se justificaba diciendo que el caído no le pagaba una deuda que tenía con él, ¡Eso no se hace, hombre! ¡Se le dan unas hostias, pero eso no se hace! Y lo decía todo serio, como si le hubiera escupido en un ojo al que luego supimos que se había acabado  muriendo.
Y es que en el Cantábrico para gente fina, que no se emporcaba por minucias, tu.

Peluqueros

En casa era mi padre quien se encargaba de cortarnos el pelo a los niños, no era un gran profesional, se había comprado una máquina con la que nos rapaba al cero por los laterales, luego le añadía un suplemento con el que un poco más arriba nos lo dejaba al dos y ya en la cresta remataba con unas tijeras. Los mayores iban a arreglarse bien con Pepe el Gallego, a la Peluquería de Falín en la calle Doctor Casal o con Pichi, en la calle Antonio Rodríguez.

Pepe el Gallego era un hombre de constitución corpulenta, tenía su local en la Carretera de la Cárcel y solía ir a cortar el pelo a las casas de algunos clientes, si le tirabas un poco de la lengua contaba hiastorias de lobos y de aparecidos de La Santa Compaña que impresionaban. Un hijo suyo que se hizo guardia municipal es una figura como educador vial, enseña las normas de seguridad a los niños en los colegios, compone e interpreta canciones con las que inicia a los pequeños en su comportamiento como peatones y tiene un éxito enorme, con premios de nivel nacional. Mis nietas lo adoran y me acabé aprendiendo  algunos de sus hits, a base de escuchárselos.

Falín estaba casado con una de las de “la Contra” como se las llamaba en casa, tuvo una hija, Maribel, que se casó con Manoli Carrera, el mecánico que tuvo la desgracia de caerse al mar mientras pescaba en Villahormes. Falín, además de peluquero era numismático y los domingos instalaba un pequeño puesto de compra-venta de monedas en el mercadillo que se organizaba en la Plaza España. Siempre se vestía muy pulcramente y lucía un pequeño bigote muy arreglado, solía pasear con una pequeña cartera bajo el brazo en la que llevaba las monedas con las que siempre andaba negociando. Tenía su peluquería en la calle doctor Casal, junto a la Librería Cervantes.

Pichi era un joven apuesto, su peluquería estaba en la calle Antonio Rodríguez, junto a la tienda de Olimpia. Al poco tiempo de instalarse los protestantes en el barrio, en el chalet que hacía esquina entre las calles Torrecerredo y Menende Pelayo, se hizo feligrés de la recién llegada confesión. Se decía por el barrio que para hacer proselitismo, los protestantes regalaban a quien acudia a sus charlas bocadillos de jamón, galletas y refrescos, la verdad es que no sé lo que habría de cierto en la noticia. El caso es que al poco tiempo Pichi cerró la peluquería y comenzó apredicar la nueva creencia. Tiempo después se comentaba que había llegado a obispo en la nueva iglesia. Se veía que lo de la predicación tenía más futuro que lo de las tijeras y la navaja.

Buen peluquero debía ser Enrique, el padre de María Adela y Margarita, que vivían en el edificio frontero con el nuestro. Trabajaba en la Peluquería Calzón, junto al Campoamor, que era la peluquería de los señores de Oviedo. Enrique era el campeón de la rana en el barrio, al que teníamos por figura de nivel internacional, hasta que llegó el reto de Mediometro, el titiritero que lo derrotó por goleada con lo que perdió un poco de la admiración que le profesábamos.

También era peluquero Kike Requejo, el hermano mayor del Merejo, el hombre de goma, trabajaba como oficial de Falín en su peluquería de la calle Doctor Casal. 



© Chuso y Milio´l del Nido
Memorias de Ciudad Naranco


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