El arca de Noé

El arca de Noé
Formaban parte del conjunto familiar dos miembros no humanos, los perros, Boby y Sambo. El Boby era un ejemplar bien guapo de setter dorado, era el señorito, andaba suelto por la calle, entraba y salía de la casa cuando le daba la real gana. A la noche, el abuelo echaba la tranca a la puerta, poco antes del Parte de Radio Nacional, a las diez en punto, a partir de esa hora ya nadie entraba ni salía de la casa, todos a la cama nada más terminar el Parte. Únicamente el Boby tenía permiso para entrar pasada esa hora. Cuando llegaba rascaba con las uñas de sus zarpas en la puerta, hasta que alguien se levantaba para abrirle. La madera de la puerta tenía las marcas de sus uñas bien hondas. Siempre rascaba en el mismo sitio y las marcas eran tan profundas en la madera como lo son, ahora mismo, en mi memoria.
Al Sambo, que debía tener algo de mastín leonés, le había tocado representar el papel de esclavo. Estaba siempre atado en el patio trasero, excepto cuando se cerraba por las noches, en las que mi abuelo lo dejaba suelto. Era el encargado de defender la fábrica y la ganadería. Era un perro grande, de color canela, muy fiero y muy dueño de su territorio. Durante el día, mientras alguno de la casa  estuviera par allí, no se alteraba si entraba cualquier forastero, si nadie de la casa estaba cerca, daba cuenta, soltaba un par de ladridos de aviso. Otra cosa era en la noche, cualquier movimiento sospechoso en los patios de toda la manzana lo señalaba el Sambo con su vozarrón impresionante.
Recuerdo el día en que a mis hermanos y a mí nos dio pena el pobre perro y se nos ocurrió soltarlo sin que nos vieran los mayores. El pobre animal, cuando se vio libre, salió corriendo, disparado, llegó como una exhalación al portón que daba a la calle y que estaba abierto, al llegar allí se paró, miró desconcertado para ambos lados  y se volvió, mansamente, a tumbarse junto a su caseta. No sé quien quedó más impresionado de la experiencia, si el perro o nosotros. Aquel perrote, grade, fiero, que al menor ruido se ponía como un basilisco en lo negro de la noche, acobardado al verse suelto. Con miedo a la libertad. Nos pareció estar viviendo en directo una parábola del Antiguo Testamento. 
Las vacas
En casa teníamos dos vacas, la Estrella y la Alegre, dos vacas pintas, de buena clase, de raza holandesa se decía entonces a lo que ahora llaman frisonas, las había comprado el abuelo para criarnos a los nietos, porque en aquellos años cuarenta, había mucho miedo a las enfermedades del hambre, las anemias y la tuberculosis campaban a sus anchas y el mejor remedio para esas amenazas era la abundancia de leche y el aceite de hígado de bacalao. Para el hígado, Terranova le quedaba un poco a desmano, pero las vacas las compro en Bode, en Las Arriondas. La Estrella era la mejor y la mayor, la que más leche producía y la que mandaba en la pareja, la Alegre era más delicada, como más señorita.
Los que no hayáis tenido vacas en aquellos años, no podéis comprender lo que significaban entonces. Las vacas ocupaban un lugar en la familia, eran mucho más que animales domésticos. Toda la familia se preocupaba de su salud y de su alimentación, si estaban o no estaban tristes era motivo de comentarios: mira, la Estrella tiene los ojos tristes ¿no le darías el pasto verde caliente, he? Mañana hay que llevarlas a pastar al Monte, que el prado de acá hay que dejarlo para segarlo en verde. Vas a llevarlas tú, pero acuérdate de no dejarlas beber en la charca, que esa agua está mal y no les sienta nada bien. La alegre está en celo, hay que llevarla al semental, tienen uno muy bueno en la Quinta Herrero, pero es demasiado grande, hay que llevarla al de El Chabolero, que es más de su tamaño y le va mejor.
El pastoreo, labor de diario
Llevarlas al prado a pastar, a llindiar, era ocupación diaria, mañana y tarde si el tiempo no lo impedía y para impedirlo el tiempo tenían que caer chuzos de punta, el orbayo o una pequeña lluvia no era suficiente para impedirles el salir a pastar. Normalmente ese era un trabajo para Gonzalo, nuestro tío, pero muchos domingos, festivos o en vacaciones, nos tocaba a los mayores, porque Gonzalo también tenía derecho a algún día libre. Sí, él tenía derecho a ese día libre, pero las vacas tenían que pastar. Había que sacarlas de la cuadra y acompañarlas, cuidando que no se metieran en el jardín de algún vecino o en cualquiera de los prados que había antes de llegar al que tuvieran destinado para ese día, luego venían las tres o cuatro horas destinadas  a su alimentación. Había que estar atentos, porque siempre que podían, intentaban buscar otras hierbas más apetecibles que, por supuesto, siempre estaban en los prados colindantes.
Gran parte de mi afición a la lectura se la debo a aquellas horas tranquilas, en la compañía de las vacas. El tiempo de lectura siempre estaba acompañado por las lavanderas boyeras, que escoltaban picoteando entre las hierbas que, la Estrella y la Alegre, removían con sus hocicos al pastar. Así que, libro abierto, de vez en cuando mirada para cerciorarse que todo estaba tranquilo y vuelta al libro. Claro que algunas veces la novela estaba tan interesante que, cuando recordabas tu obligación de vigilancia, ya estaba una vaca pasando para el prado del vecino y entonces, salto y carrera para devolverla al redil. De todas formas, las horas de pastoreo, son de los recuerdos más hermosos que conservo.
El orgullo de la familia
Un año el abuelo llevo a la Estrella al semental de la Quinta Herrero, que era un animal con pedigrée y aquel año parió una ternera de bandera, cuando cumplió el año la llevaron a la exposición de ganado de Avilés, que era el concurso de mayor prestigio de Asturias ¡y se llevó el primer premio de las de su edad! ¡Menudo orgullo para la familia ¡Teníamos a la ternera Campeona de Asturias! Cuando llegó a la edad de su primer celo, anduvieron escogiendo semental con cuidado, aquella novilla merecía lo mejor. Pues el semental que la cubrió resultó estar sifilítico, y al quedar preñada, nuestra novilla, la mejor de Asturias, la flor de entre las terneras, comenzó a enfermar,  se le comenzó a llagar la piel de una de sus ancas y hubo que sacrificarla.
Años se pasaron en casa lamentando el dolor por la pérdida y no solo por el dinero que representaba, si no por la rabia de tener aquella maravilla y perderla por un motivo del que no podíamos acusarnos.

¡Qué diferencia con las vacas de las granjas actuales! Numeradas, con las orejas cargadas de crotales, con los cuernos aserrados, ¡sin alma ni personalidad! Qué importa que den miles de litros de leche, lo que de verdad dan es pena. Son máquinas que no dan calor, porque no tienen amor. 




© Milio el del Nido
Memorias de Ciudad Naranco



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