El verano, el invierno

El verano, el invierno
El verano era el tiempo de la libertad, muchos días teníamos que llevar las vacas a pastar al prado, como nuestros prados estaban bastante bien cerrados la labor nos dejaba tiempo libre para buscar nidales, para cazar grillos, para leer, siempre llevábamos bajo el brazo alguna novela “del oeste”, de Marcial Lafuente Estefanía o de Silver Kane, algunas veces la novela era de Zane Grey, que eran más extensas y nos gustaban más, pero eran más escasas, por ser algo más caras que las de los otros.
El pastoreo era un trabajo que aunque fastidiaba un poco, porque te impedía estar con los amigos, también era divertido, porque las vacas dan tranquilidad y es un gusto ver a las lavanderas boyeras picoteando entre sus patas y lo mejor de todo era escuchar las asturianadas de las gentes de Constante entonadas al alto la lleva, algunos de ellos acompasando la canción con el martilleo del cabruño.
Las vacaciones del verano
Las vacaciones del verano no solían llevar consigo grandes viajes ni desplazamientos a ninguna parte, solían pasarse en cas ¡a dónde íbamos a ir! Lo que cambiaban eran las obligaciones, no teníamos colegio, pero había que ayudar en la tienda o en la fábrica de lejía o llevando las vacas a pastar. Lo más extraordinario era ir un domingo a la playa, en el tren a Gijón o a San Juan de Nieva. Del viaje solíamos volver con unas quemaduras en la espalda bastante importantes, quemaduras que nuestra abuela combatía embadurnándonos la espalda con aceite de oliva, lo que no está claro es si el tratamiento nos aliviaba o nos freía.
De todas las maneras aquellas excursiones a la playa eran todo un acontecimiento para nosotros, desde los preparativos, que comenzaban con la búsqueda de un traje de baño y las toallas el día anterior, hasta el madrugón para hacer la tortilla, la empanada y los filetes empanados.
El viaje
El viaje en la RENFE era toda una aventura, los vagones iban cargados de gente hasta los topes, porque el verano no solía tener demasiados domingos de buen tiempo, y cuando venía uno bueno, todos los ovetenses que podían se subían al tren para aprovechar la oportunidad. Nosotros solíamos ir con Papá y Mamá, todos los hermanos, del mayor con trece o catorce años, a la menor con su añito de edad, en total seis u ocho, además en el viaje siempre coincidíamos con algunos vecinos o familiares, con lo que solo nuestro grupo completaba medio vagón.
Subirse al tren era toda una odisea, con los pequeños colgados del cuello de los mayores, las cestas de la comida, las pelotas, los cubos para jugar con la arena, los salvavidas, las toallas y alguna ropa para mudarnos después del baño, en medio de la multitud que asaltaba los vagones marcaba el comienzo de un día maravilloso.
Los baños
Después de los baños ¡cuidado, nos os metáis tanto!¡vosotros, los mayores, atended a los pequeños, que no vayan solos para el agua! Luego llegaba la hora de comer y empezaban a salir las tarteras con los filetes, las tortillas y la empanada, envuelta en papel de estraza grasiento y allí, todos en corro, apartando las hormigas si es que habíamos encontrado un prado o soplando las arenas si es que comíamos en la playa. Por la tarde más baños y más juegos, más carreras detrás del balón y vuelta a buscar a alguno que se había perdido porque se fue a buscar bígaros detrás de unas peñas. Y vuelta al tren, con los escozores de las quemaduras del sol y la brisa del mar en la espalda.
Esa noche el sueño tardaba en llegar, entre las emociones del día y las quemaduras en el lomo vultas y más vueltas antes de poder descansar.
Era duro, pero era un día para guardar en la memoria, era el día del gran viaje del verano, coger el tren, ir a la playa, bañarse, coger lapas y bígaros bajo el sol y el salitre, volver al tren con el culo mojado, porque los trajes de baño eran de tela que no se secaba y al poner los pantalones sobre ellos volvías con la huella en la culera de tu baño en el mar, un estigma que enseñabas, presumiendo, a los amigos, cuando te los encontrabas de vuelta en el barrio.

El invierno
Para los niños el año se dividía claramente en dos partes, el invierno, que comenzaba a mediados de setiembre, cuando empezábamos el curso escolar y el verano, que se extendía de principios de junio a mediados de setiembre. El invierno era el tiempo de los fríos, los sabañones en manos, orejas y pies, los catarros, las mojaduras. Aun guardo en la memoria las horas de estudio, en el colegio, cuando debíamos estar en silencio, haciendo los deberes o estudiando las lecciones que nos tacaban al día siguiente, con un encargado vigilando nuestro silencio. En aquella quietud solo se escuchaban las toses de los acatarrados. La tos era la música de las horas de estudio.
En el invierno caía todo el bullicio de la Navidades, que se culminaban con la gran cena, con un gallo de los que se criaban en casa, un arroz acompañando al gallo que debía pesar cuatro o cinco quilos. Aquel era el gallo más grande, el que había sido el señor del gallinero aquella temporada, la sopa de menudos, hecha con las vísceras del gallo, algo de turrón, del duro y del blando, unos polvorones, unas peladillas y la botella de sidra El Gaitero que a los niños mayores nos dejaban probar. Se acababa la cena con el cántico de los villancicos en medio de la algarabía general.
La Navidad
Las Navidades eran para nosotros un tiempo destacado, era el momento de ir a pedir el aguinaldo. Los niños, las niñas ejercían funciones distintas como en casi todo, los niños ensayábamos unos villancicos e íbamos por las casas pidiendo que nos premiaran con algún donativo, algo de dinero, unos caramelos, unas galletas. Creo recordar que preferíamos que no nos dieran nada, para poder echar la perra, que era cantar aquello de “En el alto del Naranco hay una perra cagando/ Pa los amos d’esta casa/ Que no nos dan aguinaldo”. Bueno, cantábamos la copla y salíamos disparados, porque el riesgo de llevar unos golpes era evidente.
Esos días, en todas las casas se cocinaba algo especial, aunque no fuese gran cosa. En nuestra casa se mataba el gallo grande lo que resultaba toda una tragedia, nos apenaba a todos, lo mataba nuestro abuelo de un hachazo en el pescuezo, nada más darle el hachazo, lo soltaba, porque le producía espanto el asunto, y el pobre animal salía corriendo sin cabeza, hasta que  tropezaba en algo y se caía aleteando. Después lo cocinaba nuestra abuela Yaya y siempre se complementaba con algo de turrón, mazapanes y polvorones.
Pero lo mejor eran los cánticos. Cuando se acababa la cena podía venir a nuestra casa alguna familia vecina, o ir nosotros, cuando ya éramos un poco mayores, a la casa de algún amigo y se podía largar la noche hasta las tantas de la madrugada.
Por las ventanas entraba el soniquete de los canticos en toda la vecindad.
Sobre la fiesta de los Reyes Magos, debemos comentar la ilusión de la asistencia a la Cabalgata, a la que nos acercaba el abuelo Chus y luego la tensa espera por los regalos, la pistola, el coche de juguete, un libro de cuentos, un tren, un caballito de madera ¡pero uno! Un regalo por cabeza, no penséis que era toda la colección como les llega ahora a los niños, que les regalan tantas cosas que acaban jugando con las cajas  de cartón de los regalos.
Y dos días después ¡a la escuela! Que se acabo el cuento.
La Misa del Gallo – Los Reyes Magos
La Misa del Gallo en la noche de fin de año, con una cena parecida a la de la Nochebuena y la fiesta de Los Reyes Magos, que se despachaba con el regalo de una pistola, una espada y gracias. El que el día de Reyes solo tuviera como resultado la aparición de una pistola o una espada no le quitaba nada a la emoción de la espera por el regalo, porque aunque fuese poco, algo era y en cuanto salías a la calle, si no había sido a ti mismo, a algún amigo le había llegado una pelota o un balón para jugar a alcantarillas y eso ya era un tesoro de categoría.
Era también el tiempo de las nevadas, no recuerdo ningún año en el que no tuviésemos al menos una semana de vacaciones regaladas por la nieve. La Cirila, el autocar que transportaba a los escolares del Loyola que venían del centro de la ciudad, no podía ascender las cuestas del barrio y por lo tanto, no había otro remedio, se suspendían las clases. Aprovechábamos el impas de las nevadas para fabricar unos trineos caseros con los que nos deslizábamos por los prados del Naranco tirándonos a tumba abierta, aprovechando los de mayor desnivel. Alguno se dejó los dientes en los trompazos con que acabábamos los descensos. No vamos a hablar de los resfriados que cogíamos, con aquella ropa que usábamos, casi siempre jerséis de lana, que se empapaban de agua y volvíamos para casa calados hasta los huesos.
La Semana Santa
Era también por el invierno cuando llegaba la Semana Santa, con todas sus prédicas terroríficas, los Vía Crucis, las precesiones, la visita a la puerta de la cárcel para ver como soltaban al preso indultado. Lo más interesante para nosotros de todo ello eran las carracas con las que íbamos a la iglesia a matar judíos. Lo del Holocausto de los Nazis me parece una broma comparado con las matanzas imaginarias que perpetrábamos los niños.
Una cosa que nos impresionaba era la Ley del Silencio que se establecía, no se podía cantar, las emisoras de radio solo emitían música clásica y cantos gregorianos. Era todo de una negrura que amilanaba al más bragado.
La escuelina
Cuando llegaba la hora de comenzar a ir a la escuela, la señorita Angelines tenía un aula, una jaula, al lado de la carpintería de Pepe el Moreno, en la calle Aniceto Rodríguez, donde nos apiñábamos treinta o cuarenta niños para aprende las primeras letras. Recuerdo a la señorita Angelines como una mujer mayor, creo recordar que tenía una pierna más larga que la otra y debía contar con una santa paciencia infinita, porque no recuerdo ni castigos ni golpes, ni llantos ni tragedias, y con cuarenta o cincuenta niños a su cargo, con edades que oscilaban entre los cinco y los trece o catorce años, aquello debía ser milagroso.

La escuela no tenía patio, ni cerrado ni abierto, cuando salíamos al recreo salíamos a la mismísima calle y no recuerdo ningún percance, únicamente las caídas normales, con toda la chiquillería corriendo detrás de la pelota. Sí que recuerdo el pus en las pequeñas heridas de rodillas y codos, que siempre se infectaban. Nada que asustara ni a niños ni a padres. Temo que si ahora llega un niño con pus en una herida, cierren la escuela por miedo al contagio. Pero en aquellos años éramos duros, salíamos de una guerra y la gente no se asustaba por cosas de poca importancia, si caías y te arañabas las rodillas limpiabas la herida con un poco de saliva y ¡a correr! ¡que no se diga!

© Milio el del Nido
Memorias de Ciudad Naranco

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