Nuestra familia

Nuestra familia
Nuestra familia no era diferente de las demás del barrio, los abuelos por la vía materna llegaron a la Ciudad Naranco casi de recién casados, los dos eran naturales del concejo de Tapia de Casariego, de dos pueblos contiguos, Serantes y Villamil, sin embargo habían llegado a conocerse en Oviedo, donde la abuela era parte del servicio de una familia de señores ovetenses en la calle Suarez de La Riva y el abuelo vivía en una pensión de la calle del Rosal, al lado el uno del otro. El abuelo Jesús, había estado unos años de emigrante en Cuba, donde no le fueron bien las cosas, de allí se fue a Buenos Aires, donde, después de una temporada, viendo que no progresaba como se había imaginado, resolvió volverse para Asturias a ganarse la vida.
A su retorno encontró trabajo en una fábrica de lejía, que más adelante y con la ayuda de un pequeño premio en la lotería, acabó comprando al llegarle la hora de la jubilación a su patrón. Me contó algunas veces que, en la pensión de la calle del Rosal, todos los días servían la misma comida, cocido madrileño, y que cuando conoció a la abuela, enseguida lo ganó por el estómago, porque cuando se juntaban los domingos, ella le cocinaba otros platos y que ¡claro! Quién podía resistirse.
Un menú con indultado
Mientras tuvieron abierta la tienda-chigre, hasta 1958, en casa siempre se cocinaba, cada día, un menú distinto, los lunes fabada, los martes lentejas, los miércoles garbanzos…  y no valían historias, todo el mundo comía lo mismo, menos el abuelo, que los días de garbanzos estaba indultado y para él se guisaba otra cosa. El indulto se lo había ganado porque a su vuelta de las Américas, en su pensión, se comían garbanzos el uno de enero y todos los días lo mismo hasta el 31 de diciembre y al casarse con la abuela, él había puesto como condición que jamás, en su plato, aparecieran los garbanzos. Habían sido suficientes los que comiera en aquella pensión, cuyos dueños eran castellanos y traían de allá, de las tierras de la familia, los garbanzos con los que preparaban el cocido nuestro de cada día.
Nuestra casa
Nuestra casa, El Nido, tenía sótano, donde se guardaban los animales, el caballo, las vacas, los cerdos, las gallinas, los conejos… sobre él, el bajo, con la tienda bar y la cocina y encima, el piso, con las habitaciones y el baño.
En el patio trasero, la fábrica de lejía, donde reinaba el abuelo, que era el alquimista que transformaba al principio la sosa cáustica y más tarde el hipoclorito de sosa, mezclándolo con el agua, en las proporciones que solo él conocía, en la prestigiosa y conocida en toda la ciudad, Lejía El Nido, con su elegante etiqueta con el nido y  los cinco huevos.
El teléfono
Un elemento muy importante en nuestra casa era el teléfono que, siendo particular, servía como teléfono público para toda la vecindad, como fue normal, durante muchos años, en multitud de las tiendas y los bares de los pueblos de toda Asturias. En todo el barrio, desde el puente del ferrocarril del Norte, al colegio Loyola, casi seguro que era el único teléfono que había o, al menos, era el único que funcionaba como un servicio público. Aquel aparato atendía a todo el barrio en aquellos años en los que las llamadas interprovinciales e incluso las efectuadas a otras ciudades y villas de la provincia, había que hacerlas a través de la central. 
Las gentes del barrio llamaban a sus familiares desde nuestra casa, lo cual tenía su ritual: pedían su conferencia y tenían que esperar a que la señorita telefonista les diese línea, lo que normalmente entrañaba una espera de entre diez minutos y dos horas, durante la espera había tiempo de sobra para muy sabrosas conversaciones. Cuando la llamada era en sentido contrario, cuando llamaban de fuera a cualquier vecino, ahí nos tenías a los niños de la casa, corriendo hasta la casa del llamado, para dar el recado “fulano, que dentro de media hora te van a llamar desde Tineo”.
Este era un deporte que nos tocaba todos los días y un pozo de conocimiento de la vida y milagros del vecindario.
La fachada
Delante de la casa, en el patio, había, insertadas en la pared, unas herraduras que las mujeres de los pueblos de La Cuesta, que así llamábamos al Naranco, usaban para atar a los pollinos con los que traían a la ciudad la leche, las mantecas y todos los productos de la huerta que bajaban para vender en la ciudad y en los que subían para sus casas sus compras y sus encargos. Uno de los encargos más llamativos, eran los bultos con la ropa blanca y las sábanas de los señores de Oviedo, que subían para lavar y tender  a secar “al verde” en los prados, luego las devolvían blancas que daba gusto verlas. Algunas veces, mirando hacia la Cuesta, veíamos algún prado blanco, blanquísimo, cubierto de sábanas recién lavadas y que talmente daba la impresión de estar cubierto por la nieve.
En el patio de atrás
En el patio trasero de la casa no había huerta, porque era en aquel espacio donde nuestro abuelo tenía instalada la fábrica de lejía, allí hacía sus mezclas y  allí, toda la familia tenía ocupación, lavar, llenar, etiquetar, corchar, precintar y cargar las cajas de la lejía que luego se distribuía por todas las tiendas de ultramarinos de Oviedo con el carro y el caballo. Buenos tragos de lejía saboreábamos al chupar la goma para llenar las botellas con la “sabrosa” Lejía El Nido.
En ese patio, aparte de la fábrica, las cuadras y los cubiles de los animales, había también un recinto donde tenían instalada una carpintería Anselmo y Ángel, dos paisanos serios y formales, a los que nunca se les escuchó una voz más alta que la otra, siempre serviciales. Me gustaba escuchar las historias de la mili que me contaba Ángel, de cuando mientras hacía el servicio militar, le tocó estar en el Cuartel de la Montaña, en Madrid, en los días del famoso asalto, durante la guerra civil. Recuerdo cómo contaba los apuros que pasó, cuando el pueblo alzado, se les echaba encima y no sabían, los pobres soldados como él, si los mandos les ordenarían disparar contra la multitud.
Anselmo era mayor que Ángel, vivía en la zona de La Manjoya, Ángel estaba casado en Tudela Veguín. Selmo siempre llevaba puesto un mono azul, sin embargo Ángel, en cuanto dejaba las herramientas, se ponía su americana y su corbata y talmente parecía un señorito de la Calle Uría.
La gran familia

 Al poco tiempo de casarse nuestros padres, el tío Pedro se casó y se fue a vivir con su esposa, Maruja, entonces quedamos en la casa  los abuelos, Chus y Arcadia, “Yaya”, nuestros padres, Félix y Mercedes, el otro tío, Gonzalo, que había sufrido una parálisis infantil, cuando nació aun no se había inventado la vacuna, y  a causa de la enfermedad cojeaba y tenía la mano derecha guardada siempre en el bolsillo del pantalón, pues la parálisis le había dejado la mano seca y doblada hacía atrás, inútil, y luego toda la recua de hermanos, que poco a poco iba aumentando hasta llegar al número ocho: Milio, Juanjo, Chuso, Pedro, Conchita, María Jesús, Jorge y Nany. En casa, por cierto, no eran tacaños a la hora de poner nombres a los recién nacidos y como prueba, ahí van nuestros nombres completos: Félix Emilio, Juan Manuel Joaquín, Jesús José Benito, Pedro Pablo Alfonso, María de la Concepción, María Jesús, Jorge Luís y Ana Luz . Diez y nueve nombres para ocho infantes ¿A que no está nada mal, he?

© Milio el del Nido
Memorias de Ciudad Naranco

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