Las matanzas

La matanza
Los días de matanza eran días extraordinarios en la casa. En Nochebuena, o el día del santo del abuelo o de cualquiera de la familia, se sacrificaba alguno de los gallos que nacían en las polladas de las gallinas caseras, el matarife era el abuelo Jesús, Chus. Nadie de la casa se prestaba para la acción y acababa siendo el abuelo quien, por vergüenza torera, se encargaba del asunto… pero lo pasaba fatal. Lo tengo visto docenas de veces con el gallo cogido por las patas, apoyarlo en el tajo y casi mirando para otra parte, darle el golpe de gracia e, inmediatamente, soltarlo como si quemara. El gallo, descabezado, corría unos metros por el patio tropezando con todo, hasta que se caía en cualquier esquina, era entonces cuando me tocaba a mí cogerlo y llevárselo a las mujeres, que ya tenían el agua hirviendo, preparada para escaldarlo y desplumarlo.
La matanza del cerdo
Lo que os acabo de contar era para matar un simple gallo, cuando había que sacrificar al cerdo la operación ya era de mayor calado. Se encargaba el trabajo a un matarife, que solía ser un carnicero conocido de la casa. Cuando llegaba ya se tenía el agua hirviendo para escaldar al animal y pelarlo, pero antes había que sacar al marrano del cubil y subirlo a la mesa en la que se le iba a sacrificar y esta operación, con un animal de más de cien kilos de peso, que se resistía con todas sus fuerzas a ser alzado y luego sujetarlo para que no se moviera, no era cosa de broma. 

Esa labor requería el esfuerzo de varias personas, mi abuelo le sujetaba una pata, mi padre se encargaba de la otra y entre mi hermano Juanjo y yo nos hacíamos cargo de las otras dos. Los berridos que daba el pobre animal se escuchaban desde la cumbre del Naranco. La operación, entre los gritos de ¡Sujeta bien chaval, que no se te mueva!  Y ¡espera, espera, que se me está soltando! Bien podía durar media hora, con el pobre animal chillando estentóreamente. Los sudores y apuros que pasábamos bien lo compensaban luego los solomillos, el picadillo y las morcillas dulces, que ya estaban sobre la mesa a la hora de la cena. 


© Milio el del Nido
Memorias de Ciudad Naranco



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