Tiendas, la prehistoria del centro comercial

Tiendas de ultramarinos
Cuando éramos niños lo que abundaba en el barrio eran las tiendas de ultramarinos, donde lo mismo podías comprar un kilo de arroz o de fideos que una cinta para el adorno de un vestido, que dos pesetas “de lo que huele”, que era el agua de colonia a granel que se mostraba en unos botellones de vidrio de hermoso diseño, con un grifo pequeñito para dar las medidas en los frasquitos que llevaban los clientes, o incluso unos botones para unos pantalones, o un peine para ponerte guapo antes de ir a buscar a la novia.
Como nosotros teníamos la tienda en casa, no visitábamos demasiado las de la competencia, pero solo en nuestra calle, la de Julián Rodríguez, y la paralela de Antonio Rodríguez, tenían su asiento las tiendas de Nieves, la de Socorro, la de Nides y la nuestra en Julián Rodríguez y las de Santos, la de Mercedes, la de Olimpia, la de Manuela y la de Amparo, en Antonio Rodríguez.
Los del Nido teníamos una relación especial con los de Olimpia y Pachu, que tenían ocho hijos, empatando con nosotros. Era como si entre los dos comercios hubiera una competición para ver quien ganaba en el número de chavales.
Labor útil de las tiendas
Una labor que realizaban las tiendas y que se perdió con ellas y que en aquellos tiempos ayudó a muchísimas familias, eran las libretas, con las que se compraba para pagar a “lo fiáo” que se decía. Los clientes de cada comercio tenían una libreta en ese comercio, en la que se anotaba lo que iban comprando a lo largo de la semana o del mes, según si cobraban su sueldo semanal o mensualmente, al cabo del plazo, se sumaba la cuenta y pagaban lo consumido. Pero no siempre era así, algunas veces, a lo largo de la semana o del mes, surgían gastos que se salían de lo común, una enfermedad o algún compromiso familiar, una boda, un bautizo o un cumpleaños que obligaban a un gasto superior al normal, en esos casos, cuando cobraban, no les alcanzaba para saldar toda la deuda contraída, entonces se acercaban a la tienda, explicaban lo sucedido e iban pagando, poco a poco, el saldo restante.
Eso era lo normal, pero también solía ocurrir que no siempre la cabeza era la mejor consejera y se lanzaban a comprar más cosas que las que la economía aconsejaba. En esos casos, el tendero o la tendera, hacían el papel de consejero espiritual y financiero: “escucha María, me parece que este mes te estás pasando, no deberías llevar esto, o aquello, que no lo necesitas y luego no te va a alcanzar el dinero para acabar el mes”. Estas conversaciones y otras parecidas las tengo escuchado mil veces en casa y la mayoría de las veces surtían efecto.
Todo se sabía
Los tenderos conocían la situación de todas las familias y ese conocimiento que tenía el comerciante de la vida de sus vecinos, del sueldo que ganaban, de la formalidad para cumplir los compromisos, del sentido común con que se gobernaban, hacía que funcionasen casi como banqueros, o casa de empréstitos, o asesores financieros.
Estos servicios eran provechosos para las dos partes, por un lado a las familias les permitían salvar escoyos inesperados y por el otro creaba un lazo entre cliente y comerciante, fidelizaba al cliente, agradecido por salvar aquel momento apurado. Y es que la vida, en aquellos tiempos de escasez, iba saliendo adelante gracias a la solidaridad entre los necesitados, cosa que, en estos tiempos de grandes superficies y comercios multinacionales, ni se sueña  que pueda existir.
Las tarjetas de crédito actuales funcionan de forma parecida, te permiten comprar a veces sin dinero, pero nunca harán la labor del consejero. Cuando alguno se pasa en las compras, no va a encontrar la voz sensata que le diga, “a dónde vas comprando eso que no necesitas, déjate de tonterías, que puedes pasar sin ello y no te va a servir más que para meterte en jaleos”.
Y así se dan los casos que se dan, que más de uno, cuando se da cuenta, está metido en litigios que algunas veces terminan con la pérdida de la vivienda o con otro traspiés gordo similar.

© Milio el del Nido

Memorias de Ciudad Naranco

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