Vecinos

Vecinos
En nuestra calle, frente por frente de nuestra casa vivían Sabino y Leonor, no tenían hijos, eran naturales del concejo de Caso y en el barrio eran considerados como unos señores. Sabino había sido emigrante por las Américas donde había hecho un buen capital, su casa, de dos plantas, era la mejor del barrio, en la planta baja estaba el garaje y en él, guardaban una rubia, un coche furgoneta muy elegante con asientos de cuero y partes de la carrocería de maderas nobles, siempre muy cuidada, como todo en la casa, con muebles de calidad. Tengo la impresión de que al no tener hijos, a mí me tenían casi como adoptado, pasaba mucho tiempo con ellos, recuerdo las delicias que me preparaba Leonor ¡qué galletas, qué pastas! Lástima que cuando yo cumplía seis años compraron una casa con un patio enorme en la calle La Lila, más céntrica y aunque me llevaron bastantes veces con ellos ya no era lo mismo, estábamos alejados, yo comenzaba el colegio y ellos fueron haciéndose mayores, que ya lo eran y poco a poco, como tanta otra gente, se fueron olvidando.
Las realquiladas de Doña Luz
En la casa contigua a la de Sabino y Leonor vivía Doña Luz, ahora me doy cuenta de que era una “madame” retirada. En su casa vivían como realquiladas, de habitación con derecho a cocina, como se llevaba de aquella, varias mujeres que se dedicaban a la “vida alegre” y aunque de niño no tenías claro que era aquello de la vida alegre, intuitivamente lo sabías. Ellas, en la vecindad, tenían un comportamiento de lo más correcto, nunca protagonizaron ningún escándalo, eran unas vecinas como las demás. 
Ya mayorcito, con quince o diez y seis años, la primera vez que osé entrar en uno de los bares de mala nota de la calle Covadonga, hay que tener en cuenta que un mocete, en aquellos tiempos, tenía que cumplir una serie de rituales que lo acercaban a la mayoría de edad y uno de esos rituales consistía en visitar un bar de prostitutas. Entré en pandilla con otra media docena de chavales del barrio que, como yo, estaban experimentando la sensación de sentirse adultos. Según me acerco a la barra, nerviosísimo, lo primero que escucho es un alegre ¿hola Nido, que haces por aquí? Me saludó una de las vecinas de Doña Luz.
Me sentí como en casa.
Los gatos del funcionario
Una de las pupilas de Doña Luz era Maruja, que estaba casada con un funcionario de Usos y Consumos, que era el organismo encargado de cobrar los impuestos a los aldeanos que entraban en la ciudad para vender los productos de su huerta o la leche, o los huevos que producían sus gallinas. Este hombre era súper prudente, no hablaba con nadie, no paraba en los bares del barrio, solo se le veía fumando su Farias, emboscado tras los geranios de su ventana o al entrar y salir de casa para ir al trabajo, se llamaba Juan y tenía el pelo y los bigotes blanquísimos, bueno… el bigote debía ser blanquísimo, debía, porque lo tenía teñido de rubio por el tabaco. Se movía con una motocicleta, con su zamarra de cuero negro y unas gafas oscuras que le daban el aspecto de un piloto de aviación inglés disfrazado de alemán de las SS.
Un buen día, pasando por delante de su casa, le vi en la ventana y noté que me hacía señas, me acerqué y cuando llegué a su lado, me preguntó en voz baja si quería un gato, que lo había matado porque le estropeaba las plantas de su jardín.
En aquel tiempo, ya era yo un mocete y de vez en cuando, con los amigos, preparábamos alguna gatada que era de las pocas cuchipandas a las que alcanzábamos, ya que debido a la penuria económica aprovechábamos que la carne nos salía gratis, pues los gatos eran piezas de caza, le acepté el ofrecimiento y enseguida me sacó el gato muy bien empaquetado en una caja de cartón. Yo nunca había hablado ni con él ni con su mujer, ni de que comía gatos ni de ninguna otra cuestión, jamás con él había cruzado palabra. La verdad es que tampoco me preocupó demasiado el saber cómo se había enterado de que yo era gatívoro. El caso es que el gato, que compartí con la pandilla de amigos, estaba buenísimo y después de aquel primero vinieron otros dos o tres.
En total no creo haber hablado con aquel hombre más de veinte palabras. Más o menos a cinco por gato.
El hombre de goma
En la casa aledaña a la de doña Luz, en el bajo, estaba la carbonería de Crispín y en el piso de encima vivían los Requejo que tenían tres hijos de nuestra edad, el mayor era Quique, que durante muchos años trabajó como oficial en la peluquería de Falín, en la calle Doctor Casal, frente al bar Venecia, famoso por sus pinchos de Cabrales, el segundo, Wifredo, Vila, que luego trabajó en la construcción y Pepín “el Merejo” que tenía una flexibilidad que nos dejaba asombrados con sus proezas, era capaz de cogerse las manos por la espalda y, sin soltarlas, pasarlas sobre la cabeza y ponerlas delante sin partirse los brazos. Cuando lo hacía nos dejaba atónitos, pero no era nada amigo de realizar la hazaña, no porque le costase, si no porque le daba vergüenza si alguna vez lo hacía era a cambio de algo y siempre a regañadientes, Hacía también “la rana”, que consistía en que se agachaba y sacaba las rodillas por delante de la cabeza, como si tuviera unas piernas descomunales y daba unos saltos que se asemejaban muchísimo a los del batracio.
Era un hombre de goma.
Las vigas boca abajo
En la casa contigua a la nuestra, hacia arriba, habitaban “las de al lado”, las de al lado, María, Amparo y Rita eran tres hermanas, solteras las tres, hijas de un empleado de RENFE natural del pueblo de Pajares, trabajaban sirviendo en casas de señoritos y algunas veces se traían con ellas algún niño, hijo de los señoritos que eran los dueños de los afamados Almacenes Botas, lo más de lo más del comercio ovetense de aquellos años, sacaban a los niños al patio delantero para que jugaran con nosotros, pero eran demasiado refinados ¡estaban atontados! No les gustaba ensuciarse jugando como los demás, tirados por los suelos con las canicas y las chapas. Eran unos aburridos.
El padre de las vecinas era ya muy mayor cuando lo conocimos, era pequeñín, pero le cabía tan mal genio en el cuerpo como si fuera un gigante. En cierta oportunidad nuestros mayores habían comprado unas traviesas en la RENFE con el fin de cerrar un pedazo del patio para las famosas gallinas Prat de nuestro tío Pedro. Entre nuestro tío y el abuelo hicieron los cinco o seis agujeros necesarios para hincar las traviesas  y dejarlas firmes para soportar la alambrada que cerraría las gallinas. Cuando estaban comenzando a levantarlas se escuchó la voz del payariego, bufando:
.- ¿Pero qué diablos hacéis? ¡Parad! ¡Parad!
.- ¿Qué pasa?
.- ¿Es que no lo veis, idiotas? ¡Estáis plantando las traviesas cabeza abajo!
Y lo decía enfadado, el condenado. Cómo hacía para saber si estaban cabeza arriba o cabeza abajo aquellas traviesas viejas, llenas de la grasa y el humo de los trenes nunca llegamos a saberlo, pero cambiarlas de posición hubo que cambiarlas ¡Cualquiera aguantaba al viejo!
Rafael y Rafaela
En el nº 40 de nuestra calle, un poco más arriba de nuestra casa, en el 2º derecha vivían Rafael y Rafaela, que eran los padres de Maruja y Pili. Maruja se casó con nuestro tío Pedro, Chichi para todos, que era el de las gallinas Prat. Rafael y Rafaela eran castellanos, cazurros que decíamos, ella de Paredes de Nava, en Palencia y él madrileño. Rafael trabajaba en el diario Región, manejaba la rotativa, la máquina que imprimía los periódicos, era un hombre silencioso, siempre con su boina calada. A mí me parecía un buenazo. Rafaela era lo que llamábamos una cazurra. Una de esas castellanas secas y serias que daban respeto. Maruja, la hija mayor, que luego se convirtió en nuestra tía, estaba empleada en la administración de La Hoja del Lunes, el periódico que sustituía a todos los demás ese día de la semana. Su hermana, Pili, tenía fama de ser muy inteligente, llegó a ser profesora en la Universidad, pero la pobre tuvo mala suerte, murió muy joven, creo que de un tumor cerebral. Toda la familia formaba un grupo muy formal, poco en consonancia con el funcionamiento más anárquico de la generalidad del barrio.
El forofo
En el mismo edificio y en la misma planta, a mano izquierda, tenía su domicilio Claudio Miranda de La Vega, con su mujer, Trini y el resto de la familia. Claudio era revisor de la RENFE y uno de los mayores forofos del Oviedo. Mi padre tenía una gran amistad con él por su común oviedismo, alguna vez me llevaron con ellos a ver los encuentros del equipo en Buenavista. Mi mejor recuerdo de aquellos partidos es el del ritual del emblema de Auxilio Social, que era obligatoria su compra para acceder al campo de futbol. El emblema era un pequeño escudo de cartón, grabado con el pabellón de alguna provincia española y se colgaba en el ojal del cuello de la chaqueta, pues en aquellos tiempos la americana era de uso obligatorio para acudir al futbol, que era un acto social donde predominaba la elegancia, como todo el mundo sabe. El emblema era una especie de impuesto que se pagaba para ayudar a las personas más desfavorecidas, que era como entonces llamaban a los pobres, más que nada porque sonaba más fino. Cómo llegaba el dinero de los emblemas a los pobres era un misterio y no eran buenos tiempos aquellos para andar indagando en ciertos misterios.
De locos y loqueros
Con Claudio y familia vivía Jesusa, que creo era hermana de Trini, trabajaba en La Cadellada, en el manicomio ovetense. Me impresionaba mucho verla algunas veces con un ojo morado o con cardenales esparcidos por el cuerpo. Por lo visto, aquellos estragos eran causados por los golpes recibidos al tratar de reducir a alguno de los internos y que, dadas  las condiciones del internamiento, masificados, con muchos encerrados en la misma sala, en algunas ocasiones se enfrentaban en peleas en las que, obligatoriamente, debían intervenir los enfermeros como Jesusa. Lástima merecían locos y loqueros y cuando se montaba alguna disputa allí había palos para todos.
La Peña Azul Gijón
A finales de los años cincuenta o primeros sesenta del siglo pasado Claudio se fue a vivir a Gijón, que, por razones de trabajo, le resultaba mucho más práctico, dado que de allí salían y allí llegaban los trenes en los que él intervenía, que eso, pienso yo, sería la labor de un interventor-revisor.
En la capital de la Costa Verde fundó Claudio la Peña Azul Gijón, peña que presidió hasta el día de su fallecimiento. Era necesario tener un cuajo especial para fundar y mantener durante dos décadas una peña oviedista en Gijón y dando guerra, como la mantuvo el bueno de Claudio.
Faso, mujer e hijos
En el mismo edificio vivían Faso, su mujer, Oliva y sus hijos Manolo y Paco. Manolo se casó pronto y desapareció del barrio. Años después de su marcha coincidí con él en las fiestas de San Roque, en San Claudio, había vuelto a casa de sus padres a pasar unos días de vacaciones y nos encontramos en las fiestas sancloyinas, yo flirteaba con una rapaza de Villamar, la aldea cercana y ella solo me permitía acompañarla hasta el comienzo del ramal de carretera que la llevaba a su pueblo y aunque yo insistía, nunca me dejó acompañarla ni un metro más, luego me enteré que la causa de la negativa era la cantidad de barro que había en la caleya a partir de allí, por lo que bajaba en madreñas y no quería que de ninguna manera, un chico fino como yo, de la capital, la viera cambiarse los zapatos de presumir por las rústicas madreñas, así que después de separarnos, en la primer casa del camino se cambiaba de calzado y santas pascuas.
Cuando dejé a la chica al comienzo de la desviación me encontré esperándome a Manolo, que contaba conmigo para volver juntos caminando hasta el barrio, ya que a aquellas horas se había acabado el servicio de autobuses. La caminata resultó un calvario, porque Manolo había bebido demasiado y tuve que cargar con él hasta dejarlo a la puerta de su casa. Nos debió costar tres o cuatro horas el recorrer los seis o siete kilómetros que nos separaban de casa ¡Un martirio!
Su hermano Paco, era para todos Paco el Cabezu, tenía una cabeza de proporciones considerables y un tanto deforme, no era totalmente normal, era un poco simple, aprendió el oficio de zapatero y aunque no era un gran artista con la lezna, se iba defendiendo.
El padre, Faso, creo que el diminutivo le venía de Bonifacio, era un hombre de bastante edad, creo que también él era gran bebedor, estaba jubilado y era natural de Candás aunque llevaba toda su vida viviendo en la capital, había sido trabajador de los ferrocarriles.
Don sin din
También en el nº cuarenta de la calle vivían Enrique y Eulalia, no tenían hijos, él era ferroviario, maquinista de los Económicos, un mal día, en un accidente desgraciado, la máquina le segó una pierna por debajo de la rodilla. Lo retiraron con una paga muy pequeña, que no alcanzaba para mucho y completaban los ingresos familiares llenando bolsas de manzanilla y sobres de azafrán y cosas parecidas para el comercio de La Favorita, en el Fontán y para la farmacia de don Manuel Estrada, de la calle General Elorza. Enrique era un hombre serio y formal, estaba bastante grueso para aquellos tiempos, cuando los gordos eran una especie escasa, probablemente la causa de su gordura sería la carencia de la pierna, que le dificultaba el ejercicio y por tanto le lucía más lo que comía. Cuando me mandaban a darle algún recado telefónico de la farmacia o de la tienda, ya sabéis que nuestro teléfono era el de servicio en el barrio, los de casa me recordaban que lo tratase de usted, que lo llamara don Enrique, siempre lo hacía así y su contestación siempre era la misma: don sin din, mis coyones en latín. Y esa es la única mala palabra que en mi vida le escuché.
Las carrozas
A continuación del nº 40 de la calle estaba el taller de Julián Pérez, Petranova, una pyme que se dice ahora, dedicada a la escayola, trabajaban allí ocho o diez obreros y Julián, el dueño, era un verdadero artista. Cuando llegaban las fiestas de San Mateo, el Día de América en Asturias, el día de las carrozas, salía todos los años del taller de Petranova, una carroza que siempre era una maravilla, podía ser un hórreo o un barco velero, un vara de hierba o una gran panoya de maíz, un caballito de mar o una libélula. Bajábamos a ver el desfile solo por comparar “nuestra carroza” con las demás y de verdad que siempre nos parecía la más hermosa, la que más aplaudía la gente. Sobre todo la rivalidad se mantenía con la que salía del taller de Corominas que estaba situado en la calle Antonio Rodríguez, pero que nunca ganaba en belleza y espectacularidad a la obra de Julián Pérez Petranova.
Los hijos del Capitán
No recuerdo bien si se llamaba prolongación de Julíán Rodríguez lo que en la actualidad es Vital Aza, creo que sí, allí estaba y allí sigue la casa del Capitán Arturo. Un chaletón grande con bastante terreno alrededor. El Capitán era un hombre buen conversador, amigo de mi abuelo que cuando íbamos a pastorear las vacas, siempre se paraba a charlar con nosotros. Me recuerdo del enorme mapa de España en relieve que tenía tras el portón que quizás hubiese sido pensado para servir de entrada a un garaje, pero creo recordar que no había coche. Me contaban sus hijos que aprovechaba el mapa para preguntarles que ríos se cruzaban, saliendo de Madrid por las carreteras radiales que unían la capital con todos los puntos cardinales de la península. Tenía un montón de hijos, ocho o nueve y a los chavales les gustaba el fútbol y muchos sábados coincidíamos con ellos en los partidos que se organizaban en los patios del Colegio Loyola. Pese a que en su carrera militar fue ascendiendo, mientras vivió en el barrio siguió siendo siempre El Capitán, que era su graduación cuando llegó a la Ciudad Naranco.
Poco a poco, en la misma calle fueron construyéndose más chalets, uno de los primeros fue el de Don Gaspar, el profesor del Loyola, que tuvo dos hijos Lalo y Pablo, también participantes en los encuentros futboleros de los sábados en el Loyola.
Don Gaspar, Don Gaspi, nunca me tocó de profesor, el recuerdo que de él guardo es el de escucharlo cantar las misas de los domingos en la capilla del colegio, con su voz bien modulada dirigiendo los cantos de los salmos.
En la misma acera del chalé de don Gaspar, poco a poco, fueron surgiendo nuevas construcciones, una de ellas fue la de Mino, empleado de RENFE, muy devoto, al que recuerdo en las procesiones del Corpus y de Semana Santa, portando el estandarte de alguna cofradía, impresionante con su fino bigote y su porte marcial.
También en la misma acera tenía su vivienda Armando Guerra, como él decía en broma que se llamaba, aunque su verdadero apellido era Espiniella, era propietario de un taller de reparación de coches en La Tenderina y tenía tres hermanas altas y flacas, serias como escobas que trabajaban en la Telefónica. Creo que eran castellanos.
En la misma acera tuvo su residencia durante unos cuantos años Paco del Capradoiro, nativo de Serantes, convecino por tanto de mi abuelo. Paco trabajó como recepcionista del Hotel España. En la casita de al lado de la de Paco vivió durante los años de su bachillerato, Estrada, que fue compañero mío en el Loyola y al lado de éste estaba el chalet de Manolo Carreras, el mecánico del que ya tengo escrito.
El Chiquitín
En la parte llana de Julián Rodríguez  vivía Ausejo, el Chiquitín. El Chiquitín era Agente Comercial y su apodo le venía dado por su estatura. El Chiquitín era con mucho, el hombre más alto del barrio, debía medir algo más del metro noventa, era una persona a la que le encantaban las bromas, recuerdo cierta ocasión en que estando en nuestra tienda, un buen día, de repente, comenzó a dar voces y a fingir que vomitaba, todo el mundo se quedó estupefacto mirando a ver que le pasaba, el Chiquitín, en medio de su crisis, comenzó a señalar al saco del azúcar. El azúcar llegaba a la tienda en sacos de hilo blanco de cincuenta quilos y se despachaba detallándolo al peso, el saco se abría con cuidado, enrollando su borde superior y a la vista quedaba el resplandeciente producto. Pues en medio de aquel resplandor, lucía, aun más resplandeciente, una cagada como de perro ¡o de paisano! Los de casa allí presentes, quedamos fríos, balbuceando disculpas, sin comprender cómo había podido suceder semejante desastre, hasta que Ausejo, reventando de risa, cogió la mierda con la mano, mostrando aquella imitación que sería de goma o bakelita, porque entonces plásticos había pocos y que él mismo había colocado sobre el azúcar sin que nadie se apercibiera de la broma.
Recuerdo un gesto suyo que repetía de vez en cuando: a veces, cuando fingía enfadarse, se estiraba hasta quedar de puntillas sobre sus pies y entonces, con toda su altura, decía muy serio, Quiera dios que llueva hasta que me llegue el agua hasta aquí, y señalaba con la mano justo por debajo de su boca. Nos quedábamos todos pensando como estaríamos los demás si al Chiquitín le llegaba el agua hasta la boca.
El alcalde de barrio
Entre el Chiquitín y don Constantino Cabal vivía el alcalde de barrio, Julio Siñeríz, con su familia. En casa, no sé por qué razón, no eran los Siñeríz, eran los Triviño, que era el apellido de la esposa, tenían unos cuantos hijos, Julio, el mayor, otros tres o cuatro y Manolo y Ceferino a los que cito aparte. Siñeríz trabajaba en la oficina técnica municipal, donde se gestionaban las licencias de obras y cosas así,  varios de sus hijos heredaron su oficio y lugar de trabajo.
Manolo y Ceferino fueron además árbitros de balonmano y cuando se creó el Balonmano Ciudad Naranco, aunque ellos no lo podían pitar en sus encuentros oficiales, por ser de la misma federación, en más de una ocasión pudieron intervenir para apoyar al equipo, en casos de problemas con la federación o con sus compañeros colegiados.  
Garaizabal
Enfrente de las viviendas del Chiquitín y los Triviño, tenían su hogar los Garaizabal y aun hoy, uno de los hijos, Fernando, sigue en el mismo domicilio. Tenían cuatro chavales, Carlos y Fernando y dos nenas de las que ahora no recuerdo los nombres. Los padres se llamaban Manolo Vázquez, que era empleado de RENFE y Mary Garaizabal, que era quien daba el nombre a la familia. Mary tenía un hermano que vivía con ellos, Marcelino. Marcelino en los años cincuenta del pasado siglo emigró a la Argentina y jamás retornó. En un viaje que hice a Buenos Aires, visitando el local social que tiene el Centro Asturiano a la vera del Rio de La Plata, me encontré con un asturiano, que me preguntó de donde era yo, le dije que de Oviedo y él me contestó que también era ovetense, me quedé parado, miré para él fijamente, me llegó la inspiración y le dije, tú te llamas Marcelino Garaizabal. Se quedó alucinando. Bueno, se quedó no, nos quedamos de colores, porque el primer sorprendido fui yo mismo ¡hacía más de cuarenta años que no lo veía! Se había ido para allá cuando yo tenía alrededor de diez años, pero lo recordé perfectamente. Era muy amigo de mi tío Pedro, el de las gallinas Prat, y su imagen y su nombre se me vinieron a la cabeza sin pensarlo. A mi vuelta a Oviedo les conté del encuentro a sus sobrinos, con los que mantengo una buena amistad. Carlos, el mayor de los varones trabaja de revisor en la RENFE y todos ellos son unas grandes personas.
Los Tolivia
Al lado de la Imprenta Hifer, la de Higinio, vivía Don Luís Tolivia con su familia, procedían del pueblo de Sevares, en Piloña. Don Luís siempre fue Don Luís aunque no tenía ninguna carrera universitaria, trabajaba de encargado en un almacén de aceites en la calle Almacenes Industriales, creo que se trataba de Aceites Oleum, era alto, delgado, muy serio, toda la familia estaba formada por personas muy religiosas. La hija se casó con un policía secreta, lo que siempre constituía un punto de misterio y miedo sobre su trabajo. El hijo, Toto, estudió ciencias económicas, durante años trabajó por las Américas, como directivo en una multinacional, a su vuelta entró a ocupar un puesto en el gobierno autonómico, de director general de finanzas o algún cargo similar, pero al poco tiempo se vio envuelto en algún escándalo de corrupción o algo parecido y enseguida desapareció de la escena. 
En su casa, durante los años en que estudió el bachillerato, vivió Javier Escobio, que en la actualidad es el secretario de ACAS, la asociación protectora de los caballos asturcones del Sueve, con el que fui de invitado varios años, a la Fiesta del Asturcón en la Majada de Espineres.
Neptuno
En un chalet junto a la Granja Iris vivía Neptuno, puede que tuviera nombre propio, pero jamás le conocí otro apelativo que no fuera el que lo identificaba con el dios de los mares.
Neptuno tenía un comercio dedicado a la venta de paraguas cerca de donde más tarde se levantó el edificio de La Jirafa, edificio que desapareció al remodelar la zona, pero más que por los paraguas yo lo conocía por su afición a los coches, siempre andaba reparando alguno para luego venderlo. Lo recuerdo una vez en que le vi preparando un filtro de aire, usando como contenedor para el filtro una lata de bonito en escabeche de las grandes, de las de kilo y medio, estaba soldándole un tubo pare meter dentro el filtro. Milagros que hacía. Recuerdo una historia que contaba de una de sus chapuzas con la mecánica. Le había vendido un coche que estaba reparando a un señor de Soto del Barco, quedó en llevárselo cuando terminara la reparación, cuando lo tuvo a punto arrancó hacia allá para entregárselo, pero poco antes de coronar el Alto del Praviano, ya a las puertas de Soto, el coche se paró, por más que lo intentó un pudo volver a arrancarlo, entonces se acercó a una casería cercana y le alquiló al paisano los bueyes para que le remolcaran el coche hasta lo alto, se enteró de la hora en que pasaba el ALSA en dirección a Oviedo y cuando faltaban veinte minutos para la hora, dejó deslizarse el coche cuesta abajo hasta el centro de la plaza del pueblo,  de allí fue a la casa del comprador, le pidió el dinero con prisa, porque tenía que coger el autobús para volver a casa, el hombre quería probar el coche, pero Neptuno le dijo que ¡qué más prueba quieres, si me trajo hasta aquí! Así que cogió el dinero y desapareció inmediatamente. Lo contaba después, muerto de risa, en el garaje de Manolo Carreras “no os creáis que fue broma la cosa, que llegó un día a la tienda el comprador y tuve que esconderme debajo del mostrador, ¡porque venía con una cara de mala leche que metía miedo!” 
Al pobre Neptuno lo mató un camión que se averió bajando el Alto de la Miranda y se le echó encima aplastándolo sin remisión. Cosas del destino de cada uno.
Fausto y Rosina
La Granja Iris, aquella instalación industrial que pudo ser y no fue, por su parte trasera lindaba con la Prolongación de Julián Rodríguez, con esta calle limitaba con un pedazo de prado y la construcción tenía una especie de huecos que parecían como las puertas de entrada para unos almacenes, esa especie de puertas tenían como un poco más de un metro de fondo y unos tres de frente, no tenían puertas, estaba únicamente el hueco y había cinco o seis. En uno de esos huecos inhóspitos, que además estaban orientados al norte, vivieron durante unos años Fausto y Rosa, dos pobres que debían ser duros como peñas, porque soportar los inviernos en aquellas condiciones tenía que ser duro en verdad. Tenían un perro al que llamaban Atila que hacía honor a su nombre, porque era un bárbaro que mordía sin previo aviso. Creo que el vino debía ayudar a soportar las malas condiciones y a los dos les gustaba el morapio. A veces se les veía subir dando tumbos por las aceras y no era solo porque estuvieran mal pavimentadas. 
Tengo la impresión de que eran bastante apreciados por los vecinos y me cuentan que Fausto era celoso y que cuando bebía demasiado le montaba escenas a la mujer, que si había mirado para este o para aquel. Lo que son las cosas del querer.
Me comenta Arturo, el del Capitán, que eran los clochards de Ciudad Naranco. Mira por donde, gracias a ellos estábamos a la altura de la Ville Lumiere. Y yo pensando que éramos la cola del mundo. 
Carreño
A la entrada del barrio, nada más sobrepasar el puente de la RENFE, estaba el edificio del Molino Viejo, yo no lo conocí como molino, a mis tiempos llegó como una casa grande de vecinos, pero por algo tendría ese nombre. Al lado estaba el Garaje Carreño y un poco más atrás el chaletón de Carreño. Lo que nos llamaba verdaderamente la atención a los niños eran las piaras de cerdos de pata negra que le llegaban a través de la RENFE desde las dehesas salmantinas, cómo los llevaban por las calles hasta el garaje antes de llevarlos al matadero. Todo un espectáculo ver la procesión de cincuenta o cien cerdos relucientes que caminaban al paso rodeados  por media docena de cuidadores.
Carreño tenía dos hijos, hembra y varón y el chaval padecía una parálisis infantil que le obligaba a caminar siempre con muletas.
De Carreño creo saber que había sido abastecedor de carne del Ejército Nacional durante la guerra civil y que de ahí le venían los capitales. Por lo que tengo entendido, tenía autoridad para decomisar animales por las aldeas y que algo de carne se le había quedado entre las uñas. Esas cosas se comentaban en voz baja y cualquiera sabe lo que podía haber de verdad en el asunto.
Los de Olimpia
Olimpia y Pachu tenían una tienda de comestibles en la calle Antonio Rodríguez, Olimpia era una gran comerciante y las hijas habían heredado las habilidades maternas para el despacho de los ultramarinos, creo que eran cinco niñas y dos chavales: Esperanza, Geli, Mary, Primi, y Fernanda las hijas y Tony y José María los rapaces, de los chavales era con Tony con el que tenía mayor contacto dada la cercanía en edad, José María era bastante más niño.
El marido, Pachu era un hombre muy callado, huraño y un poco huidizo, tenía una pequeña moto Iso, con la que iba todos los domingos al mercado a Grado, para comprar allí a las aldeanas los productos que luego vendían en la tienda, llegaba con la moto atestada de sacos y paquetes, parecía imposible que pudiera guardar el equilibrio con todo aquel batiburrillo de paquetes que transportaba.
El hijo mayor, Tony, tuvo años después un Video Club, cuando estos estuvieron de moda. El comercio de ultramarinos lo mantuvieron abierto hasta los años ochenta del pasado siglo, en los setenta se habían integrado en la cadena Spar, que fue el último intento de resistencia de las pequeñas tiendas de barrio ante la llegada de las grandes superficies, que al final, acabaron con casi todas.


© Milio el del Nido
Memorias de Ciudad Naranco

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