Gente del barrio

Gente del barrio
Casi enfrente del taller de bicicletas de El Ganso vivían Fernando y Juan Lorenzo Arias, hijos de un empleado de La Voz de Asturias, provenían de Grado y ambos hermanos eran bastante singulares, Juanín era muy guapo, rubio, de facciones correctas y muy parecido a un galán de Hollywood, tan parecido que nadie lo llamaba Juanín, era para todos James Dean. Su hermano mayor, Fernando, era alto,  flaco y fino estilista con el balón en los pies.
Entre la chavalería que paraba en la zapatería del Puchi organizamos un equipo de futbol sala, el Zapaterías Figaredo, así bautizado en honor del zapatero que nos acogía en su local y nos inscribimos para participar en un campeonato que se disputaba en La Felguera con motivo de las fiestas de San Pedro. Fernando era el mejor del equipo, pero a los tres minutos de comenzar los partidos estaba agotado, pero en los tres o cuatro minutos que jugaba marcaba al menos un gol, así que un gol o dos al comenzar el encuentro y otro tras el descanso eran dos o tres goles que los demás componentes del equipo debíamos defender peleando como perros, porque Fernando, tras marcar sus goles, se sentaba ahogado por la fatiga y aunque se permitían cambios, en nuestro equipo solo nos desplazábamos cinco, los cinco que tenían que estar en la cancha, sin posibilidades de recambio ya que el viaje casi siempre lo hacíamos en el Renault cuatro - cuatro de mi padre y en el utilitario no cabía ninguno más. Pues con esas penurias fuimos pasando rondas y no acabamos ganando el campeonato porque la organización, cuando ya estábamos en las semifinales, se “olvidó” de avisarnos del día y la hora del encuentro y nos eliminaron por incomparecencia.
Y ya veis, por esa ratonería no alcanzamos la gloria futbolera.
El coche de San Fernando
En un par de ocasiones mi padre no pudo llevarnos en su coche, por encontrarse ausente debido a los viajes a que le obligaban las representaciones que llevaba y en esos casos, teníamos que desplazarnos en el autobús de El Carbonero y en esas ocasiones, cuando acababa el partido ya se había acabado el horario del servicio de autobuses y ese par de veces, nos tocó volver andando desde La Felguera, en el coche de San Fernando, lo que no dejaba de tener su punto de aventura. 
La carretera no estaba iluminada, coches circulaban pocos y aunque intentábamos hacer Auto Stop, no nos paraba nadie, al ver aquella pandilla de mozos en la noche oscura. Veníamos comentando las incidencias del encuentro que acabábamos de disputar y poco a poco, Fernando iba quedándose retrasado, no podía seguirnos el paso ¡hasta que algún perro de las pocas casas que había al borde de la carretera comenzaba a ladrar! Entonces, ante la amenaza canina, Fernando corría desesperado hasta introducirse en el mismo centro del grupo y no se movía de allí hasta pasado el peligro, después se repetía el descuelgue ¡hasta el siguiente ladrido! La fuerza que da el miedo.
Fernando acabó siendo Fernando el del Paraguas, desde que abrió a finales de los años setenta en la plaza del mismo nombre el primer Pub de Oviedo, negocio que tuvo una repercusión enorme, cuando se convirtió en lugar de parada de la intelectualidad progresista ovetense y de cuanto forastero de relumbrón pasaba por la ciudad, de Ángel González a Bryce Echenique, los actores de las compañías que actuaban en el Filarmónica y el Campoamor, pasando por los catalanes de la Nova Cançó y acabando por los deportistas famosos, como Llopart, el oro olímpico en marcha a Errandonea, el ciclista del que antes comentamos. Con Fernando trabajé un par de años en el Paraguas y allí pasé hermosas noches de charlas y risas.
Gente del barrio
Junto al Prao Villar tenía su casa El Rango, un mixto entre casería y chalet, en el que, pese a su aspecto de chalet urbano, tenían vacas y se dedicaban a la agricultura. El Rango se había ganado el mote porque era un poco contrahecho, algún problema en las piernas o en la columna vertebral lo hacía caminar dando golpes de cadera, que hacían que el pecho se le levantara como con chulería. Tenía un porte de categoría, de alto rango.
En la calle Antonio Rodríguez, cerca del comercio de Casa Olimpia, vivía Jandrín. Jandrín era un gallo, Jandrín, con trece o catorce años andaba siempre en mangas de camisa fuera invierno o verano, con las mangas remangadas y la pechera desabrochada hasta el ombligo, tieso, hinchado como un palomo. Jandrín se comía el mundo. Durante una temporada no paraba de contarnos que se quería ir a Nueva York, que cualquier día se marchaba para allá. No callaba, continuamente nos contaba que se iba a ir para los Estados Unidos. La verdad es que no le hacíamos ningún caso… hasta que un buen día se esfumó. Pasó una semana sin noticia alguna del desaparecido. Alguien comentó que le había dicho que se marchaba para América. Todos pensamos que nos habíamos estado burlando de él, sin hacerle caso y resultaba que el chaval iba en serio. Como a la semana reapareció Jandrín. Lo acompañaba la Guardia Civil, que lo había encontrando deambulando por el Alto de La Espina. Lo que nunca supimos fue quién le había contado a Jandrín que el camino a Nueva York pasaba por La Espina.
Pepe Luís y Caíto
Un poco más abajo del domicilio de Jandrín estaba el de José Ricardo Gutiérrez Álvarez, Caíto, y de su familia, Ricardo y Valentina sus padres y su hermana Tinina, que se casó con Félix “El Gramolu”. Félix se había ganado el apodo porque no se callaba nunca, hacía él solo más bulla que los altavoces que en todas las romerías de los barrios y pueblos cercanos a la ciudad, ponía la empresa El Gramolu hacia la mitad del pasado siglo. Félix jugaba al futbol en equipos de aficionados y sus compañeros comentaban que aparte de jugar los encuentros, los radiaba. Él mismo decía que si le cortaran la lengua hablaría con el muñón.
Ricardo y Valentina eran leoneses que habían emigrado a Asturias para ganarse la vida, Ricardo era oficial en Ortopedia Uría y como suelen ser muchos leoneses, era seco y serio exteriormente, pero tenía un corazón de oro, Valentina era una gran cocinera y muchas veces tengo gozado con los caracoles que algunas veces nos preparaba, de los que aun guardo el sabor en la memoria del paladar. Caíto fue compañero mío en el grupo de baile folklórico de la S.F. y más tarde en Los Urogayos, el grupo que habíamos formado en el barrio y era para mí como un hermano más. Mil batallas lidiamos juntos.
La tercera pata de la tayuela era José Luís Suarez Tomé, Pepe Luís, juntos los tres entramos en el grupo de baile y más que juntos, inseparables fuimos en aquellos años mozos. Juntos bailábamos y al mismo tiempo ennoviamos los tres, casi a la vez nos tocó cumplir con el servicio militar y dentro del mismo año nos casamos los tres. Formamos una piña que solo el paso de los años nos separó algo en lo físico, pero no en la amistad, que dura hasta ahora mismo, aunque desgraciadamente Caíto ya no esté entre nosotros.
Pepe Luís vivía en la misma casa que Chelo y La Nena, en la esquina que formaban Antonio y Aniceto Rodríguez. Pepe Luís era hijo de Pepe y Ceferina, Pepe tenía una pequeña empresa de pintura y escayolas, era carballón por los cuatro costados, Ceferina era de origen leonés.
Los guateques
Pepe, el padre de Pepe Luís, tenía al lado de su casa un almacén donde guardaba materiales que usaba en su trabajo, escaleras, brochas, pinceles, botes de pintura, ropa de trabajo, etcétera, y alguna vez lo convencíamos para que nos cediera el local para organizar guateques, con la sana intención de ligar algo, que la cosa no estaba sencilla. Había que trabajar de firme para adecentar un poco el local, poner luces de colores (aunque no demasiadas, que ya dice la canción que para los enamorados es buena la oscuridad) y había que conseguir un tocadiscos y sobre todo discos “de lo lento” y teníamos que preparar el Cap, que era un bebestible que preparábamos con lo que conseguíamos, brandy, ron, ginebra y sobre todo gaseosa de naranja, después invitábamos a la gente, las chicas gratis, los chicos, aunque no recuerdo la cantidad, algo tenían que pagar y aunque el local, la bebida y la música fuesen lo más cutre del mundo, en el local no cabía ni un alfiler dado el gentío que se juntaba. Claro que la oferta de ocio en aquellos tiempos no era ni la sombra de lo que los chavales disfrutan ahora y el simple hecho de poder estar juntos, chicos y chicas, sin los mayores vigilando de cerca, no era cosa que se pudiese hacer todos los días.
En el mismo edificio de Pepe vivían Paco y Raquel, no tenían hijos, Paco trabajaba para la diputación. Paco alguna vez me contó que se había criado en el Orfanato, no había conocido a sus padres y al cumplir los catorce años, entró a trabajar en el almacén de materiales que la Diputación tenía en el barrio de Los Económicos. Cuando llevaba unas pocas semanas trabajando, se murió la madre de un compañero de trabajo y todos los colegas acudieron al entierro, cuando acabó el funeral, a la puerta de la iglesia se formó la fila para dar el pésame a la familia y Paco se colocó como uno más, pero él no conocía el ritual y observó que todos los que le precedían, les daban la mano a los familiares de la difunta y decían unas palabras, entonces Paco, que estaba con todos los sentidos alerta, cuando le llegó el turno, soltó lo que le pareció escuchar a los que le precedían y con la mayor seriedad fue estrechando manos mientras decía con voz compungida: La campana del ayuntamiento. En fin, no estaba nada mal para un novato.    

© Milio´l del Nido
Memorias de Ciudad Naranco

Comentarios